El sonido de los tacones sobre el mármol fue lo único que rompió el silencio de la casa mientras me miraba una última vez en el espejo del pasillo. No sabía si era nervios, emoción o puro miedo, pero mis manos temblaban. El vestido blanco con piedras brillaba con cada movimiento, el abrigo con plumas caía sobre mis hombros como una caricia de hielo. Me había atrevido a usarlo, a pesar de saber que no debía. A pesar de que algo dentro de mí gritaba que eso era cruzar una línea que no me correspondía.
El rugido del motor del auto en la entrada me sacó de mis pensamientos. El chófer, puntual como siempre, aguardaba con la puerta abierta. Respiré hondo antes de salir. El aire de la tarde era fresco y húmedo. Cuando él me vio, su expresión cambió; abrió los ojos con una mezcla de sorpresa y torpeza que intentó disimular.
—¿Ocurre algo? —pregunté, arqueando una ceja.
El hombre tragó saliva, desviando la mirada.
—Nada, señora… solo… se ve diferente. Muy diferente. —Su voz se quebró un poco,