Me desmaquillé frente al espejo con movimientos lentos, como si mi reflejo me pesara. Cada trazo del algodón arrastraba no solo el maquillaje, sino también el brillo de un día que había comenzado tan bien y terminado en un torbellino. Mi día feliz… mi día perfecto… se había convertido en una pesadilla absurda.
No podía dejar de pensar en ella. Esa mujer. Esa tal Samantha.
¿Qué poder tenía sobre Lorenzo para que perdiera el control de esa manera? ¿Qué había entre ellos que yo no sabía?
Me quité la ropa con rabia contenida y me puse una bata suave. La habitación se sentía enorme, vacía. Tan vacía como yo por dentro.
Bajé las escaleras descalza, el mármol frío bajo mis pies me devolvió un poco de realidad. En la cocina, el suave olor a manzanilla llenaba el aire. Mi madre estaba sentada junto a la ventana, tomando un té con su calma de siempre.
—No puedes dormir —dijo sin mirarme. Siempre sabía leerme.
—No. —Me acerqué por detrás y la abracé. Su espalda se sintió tibia, familiar, segura.