El comedor estaba silencioso cuando bajé. Más de lo habitual. No había música suave ni pasos apresurados por la casa. Solo la luz cálida de la lámpara sobre la mesa y Nikolay sentado en la cabecera, como si llevara horas allí esperándome.
Me detuve en la entrada un segundo, sin saber si avanzar o dar media vuelta. Pero él alzó la vista, y sus ojos se encontraron con los míos. Ni fríos ni intensos. Solo... fijos. Como si intentara leerme sin hablar.
—Siéntate —dijo con voz baja.
Lo hice.
La cena ya estaba servida. Alguna receta rusa que no supe reconocer del todo, pero que olía bien. Casero. Cálido. Como si alguien hubiera querido suavizar el filo de todo lo que nos rodeaba.
Comimos en silencio los primeros minutos. Yo jugueteaba con el tenedor. Él cortaba con precisión quirúrgica cada bocado. Como si necesitáramos esa rutina para evitar decir algo que nos arrastrara a donde aún no sabíamos si queríamos ir.
—¿Despachaste a Natalia? —pregunté de pronto, sin rodeos, sin mirarlo.
—Sí.
Sol