El día se presentó gris, con un cielo cubierto que parecía reflejar exactamente lo que Camila llevaba en el pecho: una tormenta que no le daba tregua. Había pasado la noche en vela, recordando cada palabra de Alejandro, cada gesto, cada sombra revelada en aquella confesión.
Se encontraba en su apartamento, rodeada de silencio, intentando encontrar refugio en el orden impecable de su sala. Pero ni siquiera la pulcritud de aquel espacio lograba apaciguar el caos en su interior. Caminaba de un lado a otro, como un animal atrapado en una jaula invisible.
Las palabras de Alejandro se repetían una y otra vez en su mente: “No te pido que cargues con mi pasado. Solo que no me condenes por algo que ya no puedo cambiar.” Y, aunque parte de ella entendía la sinceridad que había en esas palabras, otra parte le susurraba que quizás estaba cayendo en una trampa emocional de la que nunca saldría intacta.
—No puedo seguir así —se dijo a sí misma en voz baja, apretando los puños.
El sonido de su teléf