Inquebrantable.

El despacho estaba en silencio, pero Leo escuchaba ruido por todas partes. Un zumbido que no venía de las máquinas, sino de adentro. Como si algo en su cabeza hubiera empezado a vibrar sin permiso, una alarma interna que nadie más oía.

Se sostuvo del borde del escritorio. Tenía los nudillos blancos. El holograma frente a él mostraba solo interferencia.

—Vuelve a la cámara cinco —ordenó.

Su voz sonó demasiado alta. O tal vez demasiado rota.

El asistente automático obedeció. La pantalla parpadeó, luchó por enfocar.

Nada.

Humo. Escombros. Un destello metálico.

Isela no aparecía. Isela debía aparecer.

Los padres estaban detrás de él. Los sentía respirarle en la nuca, como si fueran dos sombras gigantescas empujándolo al abismo.

—Leo —dijo la madre de Isela, con un temblor que no intentó esconder—. Dijiste que ella estaría protegida.

Él cerró los ojos.

Protegida.

Como si ese concepto no hubiera explotado horas atrás.

—Estamos revisando todas las rutas —respondió, sin voltearse.

El padre av
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