El sol se alzaba pálido sobre el Valle de las Cicatrices, filtrando rayos entre las nubes grises que Skarn parecía atrapar con su propio aliento. Ainge estaba en su tienda, rodeada de pergaminos, mapas y pequeños instrumentos de concentración mágica. La vela junto a su escritorio lanzaba un brillo tembloroso sobre la superficie del hilo de seda cristalina, que ahora reposaba sobre un almohadón de terciopelo verde bosque.
Ella cerró los ojos y respiró hondo, recordando la reacción de Kael al recibir la corrección del documento. No había duda: su orgullo y disciplina lo habían obligado a actuar, a mostrar interés, pero no había cedido a la provocación más allá de la obligación de honor. Era el primer paso, y Ainge sabía que la siguiente fase debía ser más sutil. Más peligrosa.
—Para que un hombre como Kael se mueva por curiosidad —murmuró para sí misma—, debo usar algo que él valore más que la fuerza o la magia: la verdad de su pasado.
El broche de amatista que contenía el hilo fue acti