El aire del Valle de las Cicatrices estaba más denso de lo habitual. No era el viento helado de Skarn ni la bruma que descendía de las montañas; era un silencio cargado de expectativas. Kael estaba en su posición en la colina, con Vidar descansando a su lado, su mirada fija en el horizonte donde se encontraba la delegación de Lirien. El hilo de seda de cristal que Ainge había enviado reposaba en su mano, delicadamente enrollado, pero imposible de ignorar.
Su primera reacción había sido medirlo, analizarlo, asegurarse de que no contenía trampas ni magia activa. Pero había algo más en él: un patrón, un orden, un mensaje que iba más allá de la superficie. Cada línea, cada pequeño pliegue en el pergamino, hablaba de observación y precisión, de un entendimiento profundo de su código de honor. Kael lo entendió en segundos, pero su orgullo le impedía reconocerlo abiertamente.
—Vidar —susurró, acariciando el hocico del dragón—. Ha llegado el momento de actuar, no de esperar.
El dragón dejó es