La mañana amaneció sin nubes, como si el propio cielo hubiera decidido brindar al reino de Theros un espectáculo digno de reyes. Las puertas principales del palacio se abrieron a media mañana, y una larga caravana de carruajes y caballos se preparó frente a la escalinata principal.
Era el día en que el príncipe heredero Leonard de Theros y su prometida, Lady Violeta Lancaster, partirían por una gira oficial por las provincias del reino. Un gesto simbólico, decían. Una muestra de unidad. Un recordatorio al pueblo de que el trono estaba asegurado.
Pero no todos los símbolos arden con sinceridad.
Desde la galería superior, nobles, diplomáticos y ministros se congregaban con sonrisas calculadas. Los niños arrojaban pétalos al suelo empedrado. Las doncellas del palacio agitaban pañuelos blancos desde los balcones.
Y en el corazón de toda la escena, Violeta bajaba los escalones con la elegancia inquebrantable de quien se ha vestido no solo con brocado, sino con armadura invisible.
Vestía un