La noche caía como un manto oscuro sobre el palacio de Theros. Los últimos rayos dorados del sol se habían desvanecido detrás de las montañas, y la luz de las antorchas comenzó a danzar en los pasillos, proyectando sombras alargadas que parecían susurrar secretos antiguos. Los salones, usualmente bulliciosos durante el día, ahora estaban envueltos en un silencio casi reverente, roto solo por el eco de pasos lejanos o el leve murmullo del viento que se colaba por las ventanas abiertas.
En una sala privada, apartada de la vista de la corte y de los curiosos ojos de la nobleza, el príncipe Leonard de Theros esperaba. Sentado en un sillón tallado con intrincados motivos dorados, con las manos entrelazadas y el ceño ligeramente fruncido, repasaba en su mente las palabras que había meditado durante horas. Esta conversación con Lady Violeta Lancaster sería un punto de inflexión, un momento que marcaría la diferencia entre la frialdad creciente que había surgido entre ellos y la posibilidad,