La mañana amaneció gris y cargada de humedad. Devon se despertó sintiéndose extrañamente vacío, aunque físicamente ya estaba repuesto de la fiebre que lo había azotado la noche anterior. Alina ya no estaba en la habitación; había salido temprano para no molestarlo.
Devon se incorporó lentamente. Mientras se vestía, sus ojos se posaron sobre el escritorio desordenado. Un mapa se había deslizado al suelo y, al agacharse para recogerlo, vio un pliego de papel mal doblado, con un sello quebrado y familiar: la insignia de la manada Moonlight. Frunció el ceño. Lo abrió.
Era una carta. Su corazón se aceleró a medida que leía.
“Querida Alina:
Sé que aún no es momento de regresar, pero estaré observando. No confíes demasiado en él. Devon está herido, vulnerable. Si consigues ablandarlo, quizá podamos recuperar lo que nos pertenece.”Devon sintió una punzada aguda en el pecho. El papel temblaba en su mano. ¿Cómo se les había pasado esa carta? Por un lado, y por el otro ¿Era eso lo que Alina planeaba? ¿Había sido todo una farsa? ¿Sus caricias, su preocupación, sus palabras dulces... todo parte de un plan para destruirlo desde dentro?
Sin pensar, salió disparado de la habitación, cruzó los pasillos como una sombra veloz y empujó la puerta del cuarto de Alina con un golpe seco.
Ella estaba sentada junto a la ventana, leyendo. Al verlo entrar con los ojos encendidos de ira, se puso de pie de inmediato.
—¡Devon! ¿Qué ocurre?
Él le arrojó la carta.
—¡Así que esto eras en realidad!—rugíó—. Una espía. Una embustera. ¡Todo este tiempo jugando a la esposa perfecta mientras tramabas destruirme!
Alina palideció. Recogió la carta del suelo, la leyó y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Era la segunda y última carta que había recibido de su hermana, pero aunque feliz de tener noticias de ella, había desestimado el contenido, incluso había intentado responderle aunque los soldados aún no la habían localizado.
—No es lo que crees. Esa carta es de Marianne, mi hermana. Me la envió hace meses y ni siquiera le di importancia. Nunca planeé nada contra ti. Solo... quería protegerla. Pero no pienso como ella, yo estoy aquí... contigo.
—¡Mentiras!—escupía él, dándole la espalda, pero con los puños apretados—. Me tomaste por un tonto. Me cuidabas por pena, ¿no? ¡Y para lograr mi complacencia!
Alina se acercó lentamente.
—Devon, nunca sentí pena por ti. Siento... otra cosa. Algo que me da miedo decir en voz alta.
Él la miró, herido.
—¡Basta!
Ella bajó la mirada. Sin decir una palabra más, fue hacia su armario y sacó un estuche con todas las cartas que había recibido y guardado de su familia.
—Léelas. Si quieres saber la verdad, aquí está. No hay ningún plan. Ninguna traición. Solo una mujer atrapada entre dos mundos, intentando salvar a quienes ama. Pero si ya decidiste que soy tu enemiga... no tengo nada más que darte.
Dejó el estuche sobre la cama. Devon no lo tocó.
—¡Qué conveniente! ¡Tener todo preparado!
Ella lo miró con dignidad herida.
—No me defenderé más. Si piensas que soy capaz de traicionarte, entonces no me conoces en absoluto.
Tomó su abrigo y salió, con la vista empañada por las lágrimas. Cruzó el pasillo sin mirar atrás. Un sirviente la siguió para saber si necesitaba algo.
—Dígale al general que quiero mudarme al ala este. No quiero volver a compartir techo con él.
En el pasillo, oculta en las sombras, Soriana había escuchado todo. Su sonrisa era una mezcla de satisfacción y veneno.
Alina se instaló esa misma tarde en una nueva habitación, fría, vacía y silenciosa. No comió. No habló. Pasó horas sentada frente a la ventana, viendo caer la lluvia. La paz efímera que había sentido junto a Devon se había hecho trizas en un instante. No sabía qué dolía más: que él creyera en esa carta, o que no creyera en ella.
Del otro lado del castillo, Devon estaba solo. El estuche con las cartas seguía sobre la cama. Apretó la mandíbula y finalmente tomó una de las misivas. La abrió. Era de su hermano menor, escrita por encargo de su padre. Hablaban de cosechas, de inviernos duros, de niños sin mantas. Nada de conspiraciones. Nada de traición.
Tomó otra. Y otra. Hasta que el peso de la verdad cayó sobre él como un lobo en emboscada.
—¿Qué he hecho?—susurró.
Pero ya era tarde. Alina se había ido. No de la casa. De él.