Capítulo 19. Caída

Después de que Devon conoció toda la verdad, su madre Martha quiso disculparse con él. Se acercó con lágrimas en los ojos, arrepentida por haber creído en Soriana sin investigar, por haber cedido ante la presión y el deseo de emparejar a su hijo con la niña a la que había criado como propia. Pero Devon apenas la escuchó. Había un peso en su pecho más grande que el enojo: la tristeza.

Fue traicionado por la persona en la que más confiaba. Aquella a la que había prometido proteger. Aquella que había crecido a su lado, que conocía todos sus secretos, todas sus heridas. Justamente ella fue la que clavó el puñal. No podía comprenderlo del todo, y ese vacío se convirtió en tormenta interna.

Ordenó que Soriana fuera confinada a su habitación por tiempo indeterminado sin dar explicaciones al consejo ni a nadie aunque su madre y su abuela sabían, claro. Así que nadie tenía permitido dejarla salir sin su autorización expresa. No deseaba verla. No quería oír su voz ni recibir sus cartas. Y, sobre todo, no quería que Alina se cruzara con ella. No después de todo lo que había pasado.

Esa noche, como si el cielo quisiera acompañar su furia interna, se desató una tormenta violenta. Truenos, relámpagos, ráfagas de viento que hacían crujir los ventanales del estudio donde Devon decidió dormir, lejos de todos. No quería compañía, ni cuidados. Pero esa decisión, combinada con la gran cantidad de hielo que había usado la noche anterior para combatir el efecto de la droga, terminó por pasarle factura.

Devon cayó enfermo. Una fiebre alta lo mantenía delirando, sudando, temblando. El estudio era un lugar frío, desprovisto de calor humano o abrigo adecuado. Dormía intranquilo, agitándose entre pesadillas que lo arrastraban al pasado.

Soñó con su padre, con su mirada acusadora. Soñó con su hermana pequeña, cubierta de sangre, preguntándole en un susurro aterrador cuándo cumpliría su promesa de vengarla. Soñó con los gritos, con el humo, con la habitación secreta desde la que había visto todo. La escena de hacía quince años se repetía una y otra vez, cada vez más vívida, más insoportable.

Se despertó sobresaltado, bañado en sudor, con la garganta seca y la mente nublada. Temblaba. El miedo se le trepó por la columna como una criatura salvaje. Se acurrucó en un rincón del estudio, cubriéndose la cabeza con las manos, los ojos apretados, sin atreverse a mirar la oscuridad que lo rodeaba. Era otra vez ese niño, encerrado, solo, rodeado de muerte.

Fue entonces cuando la puerta del estudio se abrió. Alina entró con cautela, sujetando una manta gruesa y ropa abrigada. Había pedido permiso a los guardias para acercarse, sabía que Devon no estaba bien. Lo intuía desde la noche anterior, y no podía dormir tranquila sin saber cómo estaba. Pensó en el hielo, en su cuerpo ardiendo, en lo que le habría costado contenerse… y se preocupó.

La habitación estaba completamente a oscuras. Alina avanzó lentamente, sus pasos suaves sobre el suelo de piedra. —¿Devon? —llamó en voz baja—. ¿Dónde estás?

No hubo respuesta, solo un leve quejido desde una esquina. Entonces lo vio. O al menos lo intuyó en la penumbra. Se acercó un poco más y lo encontró: el poderoso lobo Alfa, temido por todos, el guerrero victorioso... estaba acurrucado en el rincón, temblando, sollozando en silencio como un niño.

Alina dejó caer la ropa sin pensar y se arrodilló frente a él. —Devon —susurró—, tranquilo, estoy aquí. No tengas miedo… estoy contigo.

Él no respondió, pero el llanto disminuyó apenas. Alina lo abrazó, lo acunó contra su pecho como a un niño perdido. Acarició su cabello húmedo, susurró palabras suaves y protectoras. No había reproches en su voz, solo compasión, ternura, presencia.

—Estás a salvo, Devon. Nadie va a hacerte daño. Yo te protegeré ahora.

Devon tardó mucho en reaccionar, pero poco a poco su respiración se calmó. Se aferró a Alina con fuerza, como si fuera su ancla, su única certeza en ese mar de pesadillas. Finalmente, sus ojos se cerraron y se quedó dormido, exhausto por el dolor y la fiebre, pero en paz por primera vez en mucho tiempo.

Alina lo ayudó a recostarse en el futón. Buscó velas y las encendió una por una hasta que la habitación quedó bañada en una luz suave. Sabía que él le temía a la oscuridad. Lo había leído entre líneas, lo había sentido en su cuerpo. Se aseguró de que ninguna sombra quedara en el cuarto.

Luego se sentó a su lado, tomándole la mano. Observó su rostro dormido, tan vulnerable, tan humano. Las cicatrices visibles en su piel, pero también las invisibles. Pensó en lo solo que debía haber estado todos estos años. En cómo había crecido con esa furia, con ese dolor quemándole el alma. En cómo había sobrevivido.

Una punzada de culpa la atravesó. Si su familia no hubiera traicionado el pacto. Si hubieran respondido aquel llamado de auxilio. Tal vez todo sería diferente. Tal vez él no sería ese hombre quebrado por dentro.

Le acarició el cabello con suavidad y apoyó la frente en su brazo. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de que él sanara del todo. No sabía si algún día podría mirarla sin ver en sus ojos los fantasmas de su pasado. Pero sí sabía una cosa con certeza:

No pensaba dejarlo solo. No mientras ella respirara.

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