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Capítulo 13. El tiempo en silencio

Devon estuvo ausente tres meses.

Durante ese tiempo, Alina tejió su propio destino entre mapas, libros y soledad. En lugar de llorar su abandono, lo convirtió en estudio. Desde la biblioteca del ala norte, pasaba horas observando secretamente los antiguos mapas de las manadas, delineando rutas, senderos ocultos y pasos montañosos olvidados. No era simple curiosidad: era preparación. Algo dentro de ella le decía que ese conocimiento sería necesario, y pronto.

La tensión seguía viva. A pesar del matrimonio, no había confianza. Devon no la había tocado ni una sola vez. Ni una mirada de afecto. Ni una palabra amable. Y, sin embargo, ella no lo culpaba. La herida de su pasado ardía en él como lava, y Alina era, en su mente, parte de ese dolor.

Lo único que podía hacer era protegerlo a distancia. Por eso, cuando escuchó rumores de un ataque planeado por él contra la manada Moonlight, saboteó la idea discretamente. Interfirió con informes, conversó con soldados clave, dejó dudas en las reuniones. No podía permitir que Devon destruyera su propio futuro, ni que el odio matara a su sangre.

También en secreto, escribió cartas a su padre, a su abuelo y a su hermano menor, contándoles que estaba bien. Ocultó el desprecio, el rechazo, las lágrimas solitarias. Les decía que el castillo era seguro. Que Devon la respetaba. Que no se preocuparan. Que no vinieran.

Y una tarde, entre esas mentiras blancas, llegó una carta diferente.

Sin remitente. Sin sello. Solo una hoja suave y una caligrafía familiar.

"Hermana… estoy viva."

Era Marianne.

Alina la abrazó como si fuera su propio corazón en papel. La carta hablaba de huida, de disfraz, de dolor… pero también de esperanza. Marianne le prometía que algún día se reunirían. Que confiaba en ella. Que, aunque el mundo se derrumbara, sabía que su gemela tenía la fuerza para resistir.

La escondió con cuidado, en el hueco detrás de la estantería. Esa noche, durmió con una sonrisa. Por primera vez desde que llegó a ese lugar frío, su alma no se sintió sola.

Tres meses después, justo ese mismo día, los sirvientes comenzaron a correr de un lado a otro. Voces agitadas. Risas entrecortadas. Botas mojadas y el rugido de los establos. Devon había regresado.

No lo vio.

Solo escuchó rumores: una gran victoria. Devon y sus hombres habían recuperado territorio de los Darkfang. Se decía que la estrategia fue arriesgada, que el Alfa peleó como si no tuviera nada que perder. Que había regresado cubierto de sangre enemiga, y que por primera vez en años, había sonreído.

Celebraron hasta la madrugada. Se escuchaban cánticos en el gran salón, copas entrechocando, botas danzando sobre las piedras. Pero Alina no fue llamada. Nadie la invitó. Nadie pensó en ella.

Se quedó en su habitación, en silencio. Y cuando la fiesta fue apagándose lentamente, salió al pasillo, buscando un poco de aire.

Fue entonces cuando lo vio.

La puerta del baño privado estaba entreabierta. La tenue luz de las velas bailaba en las paredes. Alina iba a girar en otra dirección cuando escuchó una voz masculina:

—Calienta más agua. Y tráeme una toalla limpia.

Ella se detuvo en seco. Esa voz… era Devon. Se le paralizó el corazón por un segundo.

El sirviente que estaba a punto de entrar vio a Alina y, sin saber qué hacer, le tendió la toalla que llevaba.

—¿Puede dársela usted, mi señora? Yo… debo ir por más leña.

Sin pensar, ella la tomó. Y entró.

Lo primero que vio fue su espalda.

Desnuda. Amplia. Cicatrizada en algunas partes. El agua humeante del baño ya llenaba la tina, y Devon estaba allí, de pie, de espaldas a ella, sin saber quién había entrado. Su cabello húmedo caía sobre sus hombros, y su respiración aún parecía agitada por la batalla reciente.

Alina se congeló, el alma a punto de escapársele del cuerpo. Nunca lo había visto así. Vulnerable. Real. Rápidamente cerró los ojos, tragó saliva y alzó la toalla con ambas manos.

—La toalla —dijo en voz baja, casi temblorosa.

Devon extendió una mano hacia atrás para tomarla, distraído. Pero en cuanto sus dedos rozaron los de ella, se detuvo. Hubo un silencio. Y entonces se giró… lentamente.

Sus miradas se cruzaron.

Él parpadeó. Ella no podía respirar. El vapor de la bañera hizo más denso el ambiente, y algo cambió. Por un instante, no estaban casados por obligación, ni separados por odio.

Por un instante, solo eran un hombre y una mujer, sorprendidos en su desnudez emocional.

Devon tomó la toalla y la envolvió rápidamente alrededor de su cintura, pero no apartó la mirada de ella.

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