Flavia Narrando
Desperté con el susto del despertador ignorado. El corazón se me disparó cuando miré el reloj: 8:47 AM. “M****a, m****a, m****a”. Salté de la cama, los pies descalzos encontrando el suelo helado del diminuto apartamento que compartía con Susana. Mientras me ponía el uniforme verde de la floristería —aún con olor a lirios secos—, un recuerdo invadió mi mente sin pedir permiso: Papá bailando con mamá en la cocina de nuestra casa en Austin, la radio sonando Stand by Me mientras Jony hacía percusión con las ollas. Mi hermano mayor sonreía, levantando la cuchara de madera como si fuera una varita. “¡Flavinha, ven a ser nuestra backup dancer!” La garganta se me cerró. Jony se habría reído de verme ahora, corriendo en Nueva York como una cucaracha asustada. —¡Flávia! ¡Giulia va a terminar cumpliendo lo que dijo y te va a despedir por tus retrasos! —gritó Susana desde el baño, escupiendo pasta de dientes. —Ya no volvió a decir eso… fue solo aquella vez —respondí, amarrándome el cabello a toda prisa. Mientras bajaba las escaleras del edificio que olía a pintura fresca, otro recuerdo me golpeó: “Las manos de él agarrando mi muñeca, el olor a whisky barato, el sonido de mi pulsera rompiéndose contra el asfalto.” Instintivamente, toqué la cicatriz bajo la manga. “Hoy no”, me ordené, acelerando el paso. En Giulia’s Garden, la floristería apretada entre un café hipster y la imponente Hawthorne Enterprises, el aire estaba cargado del perfume pesado de gardenias. Doña Giulia, con su moño gris y ojos que veían secretos, tamborileaba en el mostrador. —Tarde. Otra vez —dijo sin levantar la vista del ramo que armaba. —Perdón, Doña Giulia. El metro… —Ahórrame, niña. Quiero que hagas la entrega de las rosas blancas en la cafetería de al lado. El cliente es VIP —me entregó la cesta con una nota: “Para Rafael H. – Gratitud. Att: Equipo Tech Global.” —¿VIP? —pregunté, ajustándome el delantal. —Hombre rico. CEO de ese edificio de vidrio —apuntó con la tijera de podar hacia la torre espejada tras la vitrina—. Y no falles. Él es… exigente. Antes de que pudiera responder, sonó el teléfono. Giulia contestó con un: —Sí, señor Hawthorne —que me hizo estremecer. “Hawthorne.” El apellido resonó en algún rincón oscuro de mi memoria, pero no tuve tiempo de pescarlo. Mientras arreglaba las rosas, Jony me susurró en oído de fantasma: “Cuidado con las espinas, Flavinha.” Sonreí amarga. Mi hermano siempre decía que las rosas eran como la gente guapa: hermosas hasta que te pinchan. Si él supiera cuánto coincidía con eso ahora… —¡Flávia! ¡Cafetería, ya! —rugió Giulia, señalando la puerta. Salí corriendo, el corazón latiendo al ritmo de las dudas. “¿Por qué un CEO se mandaría rosas a sí mismo?” Y por qué me hormigueaba el cuello al pensar en ese nombre… Hawthorne. Mientras cruzaba la calle, la cicatriz en la muñeca ardió. “Hoy no es el día en que el pasado me alcanza”, pensé, sujetando las rosas como un escudo. Pero Nueva York siempre fue buena para desmentir promesas. De camino a la cafetería, con los dedos temblorosos apretando las rosas blancas, un recuerdo me invadió como un viejo carrete de cine: Mamá, con sus manos callosas de plantar hortensias, me enseñaba a amarrar cintas en ramos en el porche de casa. “La belleza está en los detalles, Flavinha”, decía, ajustando una hoja de helecho entre las rosas, mientras Jony y papá corrían detrás de los terneros, riendo como si el mundo fuera infinito. Pero el mundo no era infinito. Y algunas historias estaban hechas de espinas. Cuando entré en la cafetería, el olor a café fresco se mezcló con el aroma de las rosas. Avancé sin mirar a los lados —y choqué contra un hombre de traje impecable. Las flores volaron, pétalos blancos esparciéndose por el suelo de mármol. —¡Perdón! —su voz era grave, cortando el aire como un cuchillo caliente. Al agacharme para recoger las rosas, nuestros dedos se tocaron. Levanté la vista y tragué en seco: ojos color ámbar, cabello oscuro perfectamente despeinado, una cicatriz discreta en el mentón. Me miraba como si yo fuera un enigma que había que descifrar. —¿Trabajas en Giulia’s Garden? —preguntó, levantando una rosa caída. Su acento era neoyorquino puro, pero había algo en él que me hizo pensar en cowboys y cielos abiertos. —S-sí. Son para el Sr. Hawthorne —balbuceé, sintiendo la muñeca latir bajo la cicatriz. Él se congeló por un milisegundo. —Soy yo. “¡Mierda, m****a, m****a!” Intenté sonreír, pero los labios me temblaban. Rafael Hawthorne —el CEO cuyo nombre estaba en todos los edificios de vidrio del distrito— sostenía mis rosas con cuidado. Su mirada, sin embargo, pesaba sobre mí, escaneando cada detalle. —Gracias —forcé las palabras, arrancando las flores de sus manos. Corrí hacia el mostrador de la cafetería antes de que pudiera decir otra palabra. Mientras el barista firmaba el recibo, sentí los ojos de Rafael quemando mi espalda. “Exactamente como él me miraba aquella noche”, pensé, los dedos contrayéndose involuntariamente. Tras tomar el recibo, salí prácticamente huyendo de allí, sin mirar atrás. Las piernas me quedaron flojas con el impacto que el señor Hawthorne me había dejado, especialmente su mirada y su voz: “¿Trabajas en Giulia’s Garden?” era suave, pero había en ella una autoridad que me revolvió el estómago. Mientras recogíamos las rosas, su mano grande y cálida rozó la mía —pero la cicatriz en mi muñeca latió como una alarma. Y al descubrir quién era, casi solté las flores otra vez. Regresé a las entregas, aunque la imagen de él seguía viva en mi mente, sin entender por qué. Dos horas después, al volver a la floristería, llegó la bomba: Doña Giulia me miró con ojos pesados y tristes. —No es personal, Flávia. Pero con Hawthorne Enterprises comprando la manzana… —hizo un gesto vago con la mano enguantada de tierra. —Entiendo —mentí, apretando los dedos contra el delantal. “Jony diría que luchara”, pensé, pero la voz de mi hermano estaba enterrada en Austin, junto con mi antiguo yo. La última imagen que guardé de Jony fue él sudando en su camisa de franela, empujándome hacia dentro del autobús interestatal en la estación de Austin. “Recuerda el código”, susurró, “Código: dragón azul”, bromeó suavemente, metiendo un collar con dije de dragón en mis manos temblorosas. “Y si él se atreve a acercarse a ti otra vez, llama. A mí, a los padres, al diablo si hace falta. No te calles.” El chofer tocó la bocina. Jony me abrazó fuerte y me besó la frente deseándome suerte. En la estación, mientras esperaba el autobús, apoyé el dije contra el corazón, como hacía todas las mañanas desde Austin. Toqué suavemente el metal frío y pensé: “Por precaución.” En el apartamento, durante el almuerzo: Susana pinchó un trozo de pollo con furia. —¡Pero qué m****a, cómo pudo hacerte eso, despedirte así de la nada, sin previo aviso! —Me dijo que la floristería anda mal. —¡Lo dudo mucho! —replicó Susana, todavía enojada. —Yo también, pero tuve que tragarlo —respondí desolada. Esa noche, sin embargo… Todavía abatida, buscaba desesperadamente un nuevo trabajo cuando Susana, que trasteaba en su celular en el sofá raído, lanzó la noticia como quien lanza un hueso a un perro: —Niñera, Flávia. Aquí hay un anuncio de las gemelas del CEO buenorro de ese edificio espejado. Serías perfecta. —No sé cuidar niños —protesté, fingiendo no ver el link que me había enviado. —Mentira. Criaste a la mitad de los niños de nuestra calle en Austin, ¿recuerdas? —Señaló la foto de Jony en la repisa, donde yo aparecía al fondo cargando a la pequeña Lily, la hija de nuestra vecina. —Anda —Susana me dio un codazo—. Esos niños ricos necesitan a alguien que no los convierta en robots de etiqueta. Mientras llenaba el formulario online para el puesto de niñera, leí el anuncio que decía: “Necesaria experiencia con niños creativos. Tolerancia a… imprevisibilidad.” Sonreí al imaginar a qué tipo de creatividad se referían. Si era lo que yo pensaba, creía que me encantarían esas niñas. Cuatro días después me llegó un e-mail y, a las 09:47, ya estaba frente al edificio de los Hawthorne. Miré al cielo de Nueva York —gris como siempre. “Diseñador tecnológico”, recordé, tocando el dije que Jony me había dado. —¿Señorita Carter? —el guardia me miró los vaqueros desteñidos—. La entrevista es en el piso 72. Mientras el ascensor subía, una voz susurró en mi oído —no la de Jony, sino la de él, áspera y ebria: “Nunca escaparás de mí, Flávia.” Apreté el dije hasta hacerme daño. Hoy no. Hoy iba a luchar.