Rafael narrando
Todavía me reía de mi propio dibujo ridículo cuando lo noté: Flavia sonreía, sí, pero cada vez que nuestros ojos se cruzaban, ella se sonrojaba y apartaba la mirada. Como si aquel momento en el sofá —su cuerpo acurrucado contra el mío, su aliento cálido en mi cuello— aún flotara entre nosotros como un secreto pesado.
La noche había sido larga. Bia, febril e inquieta, nos había mantenido despiertos hasta el amanecer. Flavia, incansable, alternaba entre compresas, canciones de cuna y arrullos. Yo… bueno, yo solo observaba. Hasta que, agotada, casi se derrumbó.
—Siéntese, señorita Carter —ordené, aún sentado en el sofá estrecho del cuarto de las niñas.
Ella dudó, los dedos entrelazados en un gesto nervioso. Debía estar recordando todavía el casi beso, interrumpido por Mel. La forma en que la sostuve después de la pesadilla, nuestros labios a un soplo de distancia… cuánto deseé ese beso.
Miró el puf minúsculo en la esquina, y yo puse los ojos en blanco.
—Ahí no —dije