Narrado por Flavia
El sol de la mañana de sábado entraba suave por la ventana de la sala de estar, pintando de dorado los cabellos desordenados de Mel y Bia, que jugaban en la alfombra con bloques de construcción. Mi corazón latía fuerte mientras observaba a Rafael preparar té de manzanilla –su forma disimulada de calmar sus propios nervios. Vestía una camiseta gris, sencilla, pero las sombras bajo sus ojos y la tensión en sus hombros delataban la tormenta que se acercaba.
—Niñas… tenemos que hablar —su voz sonó ronca, diferente. Se arrodilló en el suelo, a la altura de ellas—. Necesitamos hablar. Sobre algo muy importante.
Bia levantó los ojos, curiosa. Mel, siempre perspicaz, se sentó de inmediato en posición de loto, las manos en el regazo. Sus ojos azules intensos, tan idénticos a los de su padre, se clavaron en él con una intensidad sobrenatural:
—¿Es sobre mamá? Es porque ella no está muerta, ¿verdad, tío Rafa? —preguntó Mel, yendo directo al punto.
Rafael se quedó hela