Rafael narrando
Después de dejar a Flávia bajo la protección de los guardias, aun con sus protestas, salí del apartamento dispuesto a hacer algo que no hacía desde hacía años.
La niebla cubría el cementerio como un manto húmedo, y estacioné el coche lejos de la entrada, como siempre. Caminar hasta las tumbas era parte del ritual: una penitencia silenciosa por los pecados que llevo incrustados en los huesos. Mis pasos resonaban solitarios entre las lápidas. Me detuve frente a aquella que siempre me apuñalaba con cinco letras: Miguel.
Su nombre en la lápida todavía me perfora, incluso después de cinco años. Mi hermano sonreía en la foto empañada por la humedad, eternamente joven, eternamente distante.
—Te traje tus flores —susurré, acomodando los lirios blancos sobre la piedra helada. Mi voz se perdió en el viento, como si el propio cementerio escupiera de vuelta mis confesiones.
Me arrodillé, las rodillas hundiéndose en la hierba fría, y pasé los dedos sobre el nombre grabado en la pie