Narrado por Adrián
Hacienda La Aurora, Santiago de los Caballeros — 07:03 a.m., tres días después de la llegada de Máximo y Cataleya
El gallo de la granja cantó fuerte, despertándome con el sol filtrándose por las cortinas de lino crudo. Isabela dormía a mi lado, el cabello negro desparramado sobre la almohada de plumas, la piel dorada por el sol caribeño, la respiración suave. La besé en la frente y murmuró un “cinco minutos más” con esa voz ronca matutina que me volvía loco.
Me levanté sigiloso, en short de lino gris, pies descalzos sobre el piso de terracota fresca.
Bajé a la cocina abierta —vigas de caoba expuestas, isla de granito con taburetes altos, nevera Sub-Zero llena de frutas locales. Josefina ya estaba activa: delantal floreado, una olla grande sobre el fogón de gas.
—¡Buenos días, don Adrián! —exclamó—. Café listo, Santo Domingo puro, tostado ayer. Y mangú con los tres golpes: huevos de nuestras gallinas, salami Ahumados Cibao y queso frito. ¡Siéntese!
—¡Josefina, eres o