Apenas entró en la oficina y escuchó lo que Salvatore había dicho, Maxence sintió que se le nublaba la vista. En ese instante, lo miró como si acabara de descubrir un bicho raro. ¿En realidad había dicho eso?
Al ver que el ambiente en la oficina se volvía cada vez más extraño, Maxence no dudó. Se lanzó dentro y, con más fuerza de la necesaria, arrastró a su compañero fuera del despacho.
Salvatore, sin entender nada, se lo quedó viendo y preguntó:
—¿Qué te pasa ahora?
—¿¡Tú sabes lo que acabas de decir!? ¡Ese tipo de cosas no se dicen así nomás! ¡Hasta siendo asistentes tenemos que saber cuándo hablar y cuándo cerrar la boca! —le dijo Maxence, a punto de arrancarse los pelos.
Salvatore no veía el problema. Lo miró de reojo, con cara de "¿y qué?", y dijo:
—¿Qué dije mal? ¿No fuiste tú el que dijo que la señora Clarissa tenía que saber todo lo que el jefe había hecho por ella?
—Sí, lo que ha hecho por ella… ¡No sus metidas de pata! Si no, la imagen del jefe se va al piso… Ningún hombre qu