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Al día siguiente, Micaela ya estaba allí cuando desperté, aunque era tan eficiente y sigilosa que no lo advertí hasta que estaba a mitad de camino de la planta baja. En la cocina no quedaban rastros de lo que dejáramos Sal y yo la noche anterior, y en cambio, el olor a café recién hecho se mezclaba con el del pan en la tostadora.

Esa mañana supe más de su historia personal, y entendí mucho mejor que se tomara con tanto entusiasmo su tarea de ayudarme y hacerme compañía.

Su abuela, que falleciera hacía sólo tres meses, había pasado los últimos dos años confinada por sus problemas de salud. Dolores y Micaela sabían que enviarla a un hogar de ancianos la condenaría a pasar el tiempo que le quedaba de vida sumida en la infelicidad, pero Dolores pasaba todo el día trabajando en el pent-house.

Micaela se había mudado con ella, y se había dedicado a atenderla, como ahora hacía conmigo, hasta el día de su muerte. Cuidar a otros era su vocación, y planeaba inscribirse en la escuela de enfermer
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