Podrías estar peor.

Jackie insistió con ladridos persistentes, arrastrando a Simon por el empinado sendero del cerro. A medida que ascendían, la fatiga se apoderaba de él, pero algo en la urgencia del can le impulsó a continuar. Finalmente, llegaron a una pequeña quebrada, donde una voz tenue llamó su atención. Entre la penumbra, yacía una joven de cabello rojizo, con la ropa manchada y rasguños en su piel.

—Hola, ¿te encuentras bien? —preguntó Simon, tratando de recuperar el aliento.

—¿Tú crees que me veo bien? —respondió la mujer con aspereza.

—Podrías estar peor —replicó Simon descortesmente, sintiendo el peso de su propio agotamiento.—¿Te puedes poner de pie? —

—¿Que clase de pregunta es esa?, si pudiera hacerlo ya abría salido de aquí.— Simón colocó los ojos en blanco, antes de que la joven pudiera decir algo más y sin más preámbulos, la ayudó a levantarse, pero un grito de dolor la hizo tambalear. Ante esto, Simon decidió cargarla, llevándola en brazos como si fuera ligera. Encendió la linterna de su teléfono y se la pasó para iluminar el tortuoso camino de regreso.

Durante el trayecto, un silencio denso envolvía a Simon y a la joven, este se rompio por el sonido amortiguado de sus pasos y el jadeo ocasional, el joven salio abruptamente de sus memorias; la joven que tenia en sus brazos era como Laura. Habia abierto la nostalgia de su corazon y le habia recordado lo fragil que era, quizas si iria esta navidad a verla.

La escasa luz del sendero apenas permitía distinguir sus rostros hasta que finalmente alcanzaron la entrada de la casa. Simon la acomodó en una mecedora de madera tallada a mano que contrastaba con la suavidad de los cojines en el corredor de la casa liberando sus brazos para abrir la puerta y permitiéndose un momento para recuperar el aliento. Jackie, sediento, corrió a su plato de agua, mientras Simon retornaba para llevar a la mujer al interior del hogar, donde la suave iluminación calida reveló su belleza indomable.

El lugar olía a madera de buena calidad, Emma sabia al respecto; es su olor favorito, el lugar es muy alto y espacioso con lamparas rusticas colgantes, escalera de madera con anchos peldaños y tallado hecho a mano sin termirar, vigas a la vista y piso de parquet, era tan exquisita la imagen. Emma, deseaba poder pasar sus dedos por cada detalle.

Ella en cambio emanaba una belleza particularmente indomita. Cada vez que él la miraba, sentía una mezcla de irritación y admiración; es un hombre delgado, muy fino pero evidentemente capaz, que la había llevado en brazos sin mostrar signos de fatiga. A pesar de su enfado, no podía negar una cierta atracción hacia él, aunque estaba decidida a mantener su guardia en alto.

Esta dualidad de sentimientos, una mezcla de resentimiento y admiración, la dejaba desconcertada, manteniendo una barrera emocional ante la evidente química que surgía entre ellos.

— ¿Qué sucedió? —preguntó Simon, intentando mantener la calma.

— ¿Tú qué crees que pasó? —respondió ella, su tono todavía cargado de irritación. Simon exhaló, sintiéndose frustrado.

— Mira, he hecho lo posible por ayudarte. Te traje hasta aquí, te he ofrecido un lugar seguro. ¿No puedes colaborar un poco? ¿Tienes algún contacto al que pueda llamar? —dijo Simon, con un deje de impaciencia.

— No tengo a nadie —respondió la joven, sus ojos reflejaban una mezcla de vulnerabilidad y orgullo—. Estaba caminando, tropecé y... bueno, aquí estoy. Tu perro apareció justo a tiempo, pero no tengo teléfono. Y si lo tuviera, no sabría a quién llamar.

Simon suspiró, decidiendo cambiar el tono de la conversación. —Voy a preparar algo para comer. No es usual para mí tener invitados inesperados ¿sabes?. —Se dirigió a la cocina y pronto regresó con dos platos de fideos acompañados de una generosa porción de salsa y ensalada que Anita le habia dejado.

Mientras Emma comía con una educación que contrastaba con su actitud anterior, Simon la observaba detenidamente. Su piel era como porcelana, su rostro adornado con pecas sutiles, y su cabello ondulado rojo brillaba como el fuego. A pesar de sus modales bruscos, algo en ella encendía una chispa dentro de él.

— ¿Cómo te llamas? —preguntó él, intentando romper el hielo.

—Emma —respondió ella, limpiándose la boca con la servilleta—. Y gracias por la comida. Lo siento por mi actitud, mi pie me duele horriblemente.

— No te preocupes —dijo Simon, levantándose para acomodar mejor sus tobillos hinchados. Emma hizo una mueca de dolor, y sin perder tiempo, Simon tomó su teléfono para llamar a alguien que pudiera ayudar.

— Sandra, disculpa la hora. Necesito un favor —

— Claro señor, dígame —

— Necesito un traumatólogo en mi casa lo antes posible —

— ¿Le pasó algo? — inquirió Sandra, despertándose abruptamente.

— No, no es para mí. Es para una invitada. No escatimes en gastos —

— Entendido. Lo enviaré de inmediato —

— Gracias.

Tras colgar, Emma lo observó con ojos inquisitivos. ¿Quién era este hombre que movía hilos con tanta facilidad, incluso en medio de la noche?

— ¿Quién eres tú? — preguntó finalmente Emma.

— Soy Simon, y ese travieso es Jackie — respondió él, una sonrisa suave dibujada en su rostro mientras acariciaba a su perro. Con pasos decididos tomo las bandejas, se dirigió a la cocina y regresó portando un paño con hielo destinado al tobillo lastimado de Emma. Se posicionó frente a ella, mostrando una expresión de preocupación y cuidado.

— ¿Quieres ver algo en la televisión o algo para distraerte? —

— No, gracias. Me siento adolorida y agotada —

— Imagino que sí. ¿Cuánto tiempo estuviste en ese lugar? ¿Cómo llegaste allí? —

— Salí a caminar por el cerro ayer, y antes de darme cuenta, me encontré perdida. Intenté orientarme y terminé cayendo —

— ¿Pasaste toda la noche allí? —

— Sí. Pensé que quedaría atrapada para siempre, si no fuera por tu perrito que llego a tiempo por mi.

— ¿Realmente no tienes a nadie más con quien contactar? Lo dijiste con tanto desdén antes —

— Mi abuela falleció hace un mes, y ella era todo lo que tenía — respondió Emma con un tono más suave, dejando entrever el dolor en sus palabras.

Simon sintió un nudo en la garganta. Comprendía la soledad y el dolor de perder a alguien tan cercano. Aunque él tenía a Laura, la distancia emocional entre ellos era palpable, se conformaba con escuchar su tierna voz de vez en cuando, añoraba abrazarla pero ella se había ido muy lejos a buscar su rumbo.

El insistente timbrazo del teléfono rompió el silencio de la habitación, arrancándolo de sus pensamientos más profundos.

— ¿Hola?

— Señor, logré contactar a un traumatólogo. Miguel Arriagada estará en su residencia en unos treinta minutos. ¡Buena suerte! —la voz de Sandra, con una pizca de alivio y profesionalismo, resonó al otro lado.

— Sandra, no sé qué haría sin ti en estos momentos. De verdad, gracias.

— Siempre a su disposición, señor. Nos vemos mañana — Hubo un breve silencio antes de que ella colgara, un silencio cargado de esperanzas y deseos no expresados.

Al desconectar, Simon compartió la noticia con Emma. La mirada de ella, agradecida pero agotada, lo llenó de una comprensión silenciosa.

— ¿Podría darme un momento para ducharme? Me siento algo desorientada —preguntó Emma, sus ojos buscando cualquier señal de resistencia en los de Simon.

Con delicadeza, Simon acarició su cabello, mirándola con ojos compasivos. —Después de que el médico la vea, tendrá todo el tiempo que necesite. Lo prometo.

Emma, sintiéndose comprendida y cuidada, asintió con gratitud. Se dejó vencer por el cansancio, encontrando refugio en el abrazo reconfortante del sillón, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, estaba en un lugar seguro.

Su niñez fue muy difícil; nunca conoció a su padre. En su lugar, estuvo su abuelo, a quien adoraba como a nadie. Su madre había fallecido cuando apenas tenía dos años en un trágico accidente en la empresa donde trabajaba. Así que su abuela la crió como a una hija más. Sin embargo, siempre tuvo una inseguridad arraigada en su ser. Por eso, era brusca con las personas que intentaban acercarse a ella; era su escudo para no encariñarse con nadie.

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