Eric despertó antes de abrir los ojos. Su cuerpo lo informó primero: el calor tibio a su lado, el peso liviano de una pierna rozando la suya, el aliento suave que chocaba contra su pecho en intervalos tranquilos.
Ese detalle —ese susurro cálido sobre su piel— no pertenecía a ningún hotel, ni a su ático, ni a su mansión, mucho menos a una mañana cualquiera. Era Amanda. Era su cama. Era la consecuencia de una noche que había estallado entre ellos con más fuerza de la que jamás pensó posible.
Aunque no terminó del modo que indicaba que iba a suceder.
No quiso abrir los ojos, porque sentía que si lo hacía… la mañana perfecta llegaría a su fin.
El recuerdo llegó solo, vivo, intenso, casi como si su cuerpo lo volviera a sentir. Su respiración se tensó mientras lo recorrían imágenes desordenadas: las manos de ella aferrándose a su cuello, su boca mordiéndole la piel, su voz jadeando su nombre con una urgencia que todavía le quemaba los pulmones.
Se pasó una mano por la cara. Dios. Había esta