Amanda despertó despacio, como si su cuerpo necesitara algunos segundos para recordar dónde estaba. Lo primero que sintió fue la tibieza de la cama, el olor familiar de su habitación y un hueco a su lado que no debería estar vacío. Abrió los ojos por completo y se encontró con ese espacio libre, marcado por la forma de un cuerpo que había estado allí durante horas. La almohada tenía una hendidura, la sábana conservaba su calor, como si él se hubiera ido no hacía mucho.
Pero no estaba.
Se incorporó con rapidez, todavía con el corazón acelerado por la memoria de la noche anterior. Buscó con la mano sobre el colchón, como si eso pudiera darle una respuesta. Nada. El silencio del apartamento le cayó como un golpe lento, inevitable. Fue al baño, seguro que estaba allí, y empujó la puerta.
Vacío.
Las toallas estaban como siempre, el espejo empañado por la humedad de la madrugada, pero no había señal de él.
¿Dónde estaba?
—¿Eric? —murmuró, sabiendo que no obtendría respuesta.
Salió al pasillo