Amanda se arqueó más, sus manos explorando su espalda, clavando uñas en la carne bajo su camisa, rasgando botones en un arrebato de impaciencia. Mordió su cuello en respuesta, un bocado salvaje que lo hizo sisear, su cuerpo tensándose contra el de ella. El aire de la cocina se cargó de jadeos y roces: el sonido de tela arrugándose, de piel contra piel, de respiraciones entrecortadas que llenaban el espacio como una sinfonía obscena. Sus pechos subían y bajaban con cada caricia de él, sus dedos ahora deslizándose bajo la camiseta para tocarla directamente, pellizcando, masajeando con una agresión sensual que la hacía retorcerse.
Pero en medio del torbellino, la duda la golpeó como un rayo. Se apartó lo justo para mirarlo a los ojos, jadeando, su pecho agitado contra el de él.
—Dime la verdad, Eric —susurró, su voz temblorosa, emocional, cargada de un miedo que no podía ocultar—. ¿Estás jugando conmigo? ¿Es esto solo otro de tus trucos para hacerme caer, para romperme de nuevo? ¿Me besa