El chirrido de las llantas al frenar frente al hospital sacudió el silencio de la noche. Eric descendió del coche sin apagar el motor, rodeó el vehículo y abrió la puerta del copiloto con torpeza. Amanda seguía desmayada, con la cabeza ladeada, el rostro pálido y los labios entreabiertos.
—Aguanta —susurró, tomándola en brazos con cuidado.
Entró por urgencias como una tormenta.
—¡Necesito ayuda! —gritó, avanzando directo hacia el mostrador—. ¡Es una emergencia!
Varias enfermeras se giraron. Una de ellas se levantó de inmediato al ver el estado de Amanda.
—¡Camilla! —ordenó.
Todo se volvió borroso a partir de ahí. Amanda fue separada de sus brazos, colocada sobre una camilla y empujada tras una doble puerta blanca mientras una enfermera lo detenía por el brazo.
—Señor, tiene que esperar aquí.
—¡No! —gruñó, con la sangre hirviendo—. ¡Ella no puede estar sola! ¡Está agotada, casi no respiraba!
—Entendemos su preocupación, pero el médico tiene que evaluarla primero —respondió la mujer con