Eric golpeó el timbre tres veces más, cada una más fuerte que la anterior.
Nada.
El silencio detrás de ese portón era antinatural.
El pecho le ardía, la mandíbula apretada. Dio un paso atrás, miró la puerta como si midiera su resistencia, y pateó con toda la fuerza que tenía.
El golpe resonó seco, pero la cerradura aguantó.
—¡Amanda! —gritó, con la voz quebrada por la rabia—. ¡Amanda, respóndeme!
Claudio se sobresaltó detrás de él, sin saber si intervenir o retroceder. Eric volvió a patear, y la madera crujió esta vez. No lo pensó más: corrió y arremetió con el hombro. La puerta se abrió de golpe, rebotando contra la pared.
Entró sin mirar atrás.
El aire dentro era pesado, denso, con olor a encierro.
—¡Amanda! —volvió a gritar, avanzando por el pasillo.
Los cuadros y los muebles parecían observarlo, mudos testigos de la locura que reinaba allí.
Un ruido de pasos bajando las escaleras lo hizo girar.
Abel apareció con el rostro descompuesto, la camisa desabotonada y los ojos inyectados