Los gastos de mi esposa

Para Eric, la casa lucía demasiado silenciosa esa noche.

Entró al comedor y sintió que faltaba algo, aunque no supiera definirlo.

Tal vez era la silla vacía frente a él, tal vez el único plato sobre la mesa o la copa de vino que lo esperaba como si fuera el único habitante de su propio mundo.

Siempre había pensado que la soledad era un estado cómodo para él, pero ese silencio le cayó encima como un recordatorio inesperado de que su vida, pese a toda su riqueza, seguía estando incompleta de una manera absurda.

Dejó el móvil a un lado, se quitó el saco y lo colgó en el respaldo de la silla. Se sentó, miró su cena y suspiró. Estaba todo en orden, como siempre: carne bien servida, verduras al punto, la mesa impecable.

Tomó la copa y bebió un sorbo lento, dejando que el vino le bajara por la garganta mientras apreciaba esa calma que pocas veces tenía.

La tranquilidad le gustaba. Al menos esa parte del acuerdo era útil. Amanda no vivía allí. No estaba su voz, ni sus reclamos, ni sus miradas
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