—¿Y entonces? —la voz de Cyril rompió el silencio de la oficina—. ¿Al final te la llevaste a casa o se te desmayó en medio de la reunión?
Eric seguía mirando la pantalla, aunque no leía nada. Su mano giraba lentamente el vaso de cristal entre los dedos. Era tarde, pero no tanto como para estar tan agotado. Simplemente, no quería hablar.
Cyril se dejó caer en el sillón frente al escritorio, sacudiéndose el polvo imaginario del traje caro. Siempre impecable, siempre hablador.
—Esa mujer... Amanda, ¿no? Tiene cara de que te mete una demanda por acoso y luego se te mete en la cama llorando. Peligrosa. Y eso la hace más sexy, ¿me entiendes?
Eric no respondió. Dio un sorbo al vaso y dejó que el silencio hablara por él.
—Bah, ya sé que no hablas de tus mujeres, Sanders. Pero vamos, soy tu amigo, no un maldito periodista. ¿Me vas a decir que esa cara de amargado es porque no la pudiste besar?
Cyril rio solo, sin vergüenza. Acomodó las piernas, descruzándolas con ese aire suyo de superioridad