Amanda lo empujó con todas sus fuerzas, pero él apenas se movió. La tomó de los hombros y la arrastró hasta el vestíbulo. Ella forcejeó, golpeándolo en el pecho, intentando zafarse, pero su fuerza no era rival para la de él. Él le arrancó el bolso y lo arrojó lejos de ella.
—¡Suéltame, imbécil! ¡Suéltame o gritaré!
—Grita —replicó Abel, arrastrándola hacia el pasillo—. Nadie vendrá a ayudarte. Aquí mando yo.
La llevó hasta una habitación del ala este, una de las antiguas de huéspedes. Abrió la puerta de golpe, la empujó dentro y la cerró tras ella. Amanda cayó al suelo, pero se levantó enseguida, golpeando la madera.
—¡Abre, maldito! ¡Ábreme ahora mismo!
Abel apoyó la espalda en la puerta, del otro lado. Su voz sonaba casi serena.
—No voy a abrir. No hasta que dejes de hacer estupideces. No hasta que entiendas que todo esto lo hiciste tú. Te lo advertí, Amanda. No me desafíes.
—¡No tienes derecho a encerrarme!
—Tengo todos los derechos. Todavía eres mi esposa. Y mientras lo seas, hará