El despertador sonó antes de que el sol saliera y Amanda lo apagó con un gesto torpe, casi molesta por tener que empezar otro día igual al anterior.
Se incorporó despacio porque la cabeza le latía fuerte, como siempre que dormía mal. No tenía opción: debía levantarse. Había cuentas que pagar, comida que comprar y una madre que dependía de ella para absolutamente todo.
Entró a la cocina y abrió la nevera. Lo que vio la dejó con ese vacío desagradable que ya se había vuelto costumbre: dos manzanas, medio paquete de pan, un cartón de leche que apenas quedaba por la mitad y un frasco de mermelada barata. Ese era su desayuno.
Y muchas veces también su cena. Se preparó una tostada simple, sin mantequilla —porque estaba demasiado cara— y bebió un poco de leche antes de que se terminara por completo. Guardó todo con cuidado, como si eso fuera a hacer que durara más.
Su vida antes había sido otra cosa.
Jamás pensó que necesitaría revisar los precios en el supermercado, mucho menos hacer cuenta