DAMIÁN ASHFORD
Llegamos hasta las incubadoras, me dio una bata quirúrgica desechable y me acercó a la incubadora indicada. La niña era muy pequeña y tenía sensores pegados a su cuerpo. Se removía como un gatito con frío y hacía pucheros, resentida por la ausencia de su madre.
Tenía un algodoncillo negro cubriendo su cabeza. Había heredado el cabello de su madre. Me senté a su lado y metí las manos con cuidado. Cuando me sintió, sus labios dejaron de temblar y sus ojos se abrieron apenas. Eran claros, casi grises, pero con pequeños destellos azules.
Sonreí y lloré al mismo tiempo. Era mi panterita. Una pequeña versión de ella.
Dios... ayúdame por favor.
La pegué a mi cuerpo y lloré, sin importarme quien me viera. Me desmoroné con mi hija en brazos, porque no podía odiarla, la amaba porque era el fruto del amor tan inmenso que le tenía a Andy.
Ahí estaba yo, lidiando con la emoción de tener a esa hermosa criatura entre mis manos y al mismo tiempo sufriendo porque sabía que perder a