BASTIÁN LEBLANC
—Es lo único que quiero, nada de dinero, nada de propiedades, solo Rachel y mi hijo, Esteban —pedí agachando la mirada, viendo el elegante traje que me habían ofrecido. El baño caliente había relajado mis músculos y después de una buena afeitada y corte de cabello me sentí como en los viejos tiempos, por lo menos lucía así.
—Dame la contraseña… y te daré lo que quieres —dijo el hombre pelirrojo, encogiéndose de hombros como si mi petición fuera cualquier favor insignificante.
—¿Dónde está la computadora? —pregunté tragando saliva—. No tiene sentido que tengas una cosa sin la otra.
La misma mujer enmascarada que me había encontrado debajo de ese puente, como un maldito vagabundo, escondiéndome de la policía y de mis propios pecados, se acercó con la computadora en sus manos. Al tenerla más de cerca y bajo una luz más clara noté que su cabellera pelirroja era falsa, solo una peluca, y no solo eso, su mirada a través de los agujeros de la máscara parecía vacía, melancóli