3. Instinto de Luna Llena

La cueva era húmeda, oscura y fría… pero el aire entre ellos ardía.

Raven temblaba, no sabía si por el agua helada que aún empapaba su ropa o por el calor que irradiaba el cuerpo del Alfa. Darius respiraba agitado. Sus ojos grises no se apartaban de ella, como si la necesitara para mantenerse humano.

—Tenemos que encender fuego —dijo ella, con voz temblorosa, intentando ignorar cómo su corazón golpeaba su pecho.

—No podemos. El humo alertaría a los cazadores —gruñó él—. Pero puedo mantenerte caliente.

Darius se quitó la camiseta empapada y la arrojó a un rincón de la cueva. La tela chorreaba, al igual que los mechones de su cabello negro. Su torso estaba cubierto de cicatrices, algunas viejas… y otras recientes, aún sangrantes.

Raven no pudo evitar mirarlo. Era una visión peligrosa y perfecta. Bruto y hermoso. Un dios salvaje nacido del bosque.

—Necesitas curarte —murmuró, acercándose con cuidado—. Tus heridas…

—Sanan rápido —respondió él. Pero no se apartó.

Ella se arrodilló frente a él, sacó un pañuelo seco de su chaqueta y lo presionó contra uno de los cortes del abdomen. Darius no dijo nada. Solo la observaba, como si luchara por no hacer algo.

—¿Por qué me miras así? —preguntó, sin alzar la vista.

—Porque hueles… a luna. A sangre. A magia.

Sus palabras la estremecieron.

—Y tú hueles a peligro —susurró ella—. Pero no puedo apartarme.

Él la tomó de la muñeca, lentamente. Sus dedos grandes y ásperos envolvieron su piel con una ternura inesperada.

—La mordida activó algo en ti. Lo sientes, ¿verdad? Este calor entre los dos… no es solo deseo. Es vínculo. Es instinto.

Raven abrió la boca para decir algo, pero las palabras se ahogaron. Porque lo sentía. Un pulso caliente bajo su piel. Un ardor eléctrico que comenzaba en la marca de su cuello y se extendía por su espina dorsal hasta entre sus piernas.

—Esto… —murmuró— no es racional.

—Nada de esto lo es.

Entonces, él se inclinó.

La besó.

No hubo dulzura. No hubo advertencia. Solo el choque brutal de dos almas que se reconocen en mitad del caos. Su boca la tomó con hambre. Su lengua buscó la de ella como si la conociera desde siempre. Raven jadeó. Se aferró a sus hombros, a su carne tensa, al calor de su pecho.

La besó como si fuera suya.

Y ella se dejó poseer.

Sus cuerpos se fundieron, mojados, temblorosos. Las manos de Darius recorrieron su espalda, su cintura, su piel húmeda bajo la ropa. Le arrancó la camiseta con un tirón. Ella no protestó. Lo quería. Lo necesitaba. Aunque todo gritara que estaba mal.

Él bajó la mirada a sus pechos, ahora expuestos, y gruñó bajo.

—Eres perfecta. Maldita sea…

La empujó con suavidad contra el suelo de la cueva, colocándose sobre ella. Sus labios devoraron su cuello, la marca, el escote, sus senos. Raven arqueó la espalda, gimiendo al sentir su lengua caliente, sus dientes raspando la piel.

—Darius… —jadeó—. ¿Qué nos está pasando?

—Destino —gruñó él contra su pecho—. Profecía. Maldición… llámalo como quieras. Pero no puedo detenerme.

Y no lo hizo.

Sus manos recorrieron sus muslos, empujaron sus pantalones hacia abajo, hasta dejarla desnuda ante él. Ella temblaba. Pero no de miedo.

Él también se desnudó, rápido, como si cada segundo contara. Su cuerpo era una escultura de fuerza, marcada por la batalla y el dolor. Pero sus ojos… sus ojos estaban rotos. Como si solo ella pudiera arreglarlos.

Cuando la penetró, lo hizo lentamente. Con una reverencia salvaje. Como si supiera que ese momento no era solo carne. Era destino.

Raven gritó. No de dolor. De algo más profundo. Como si su alma se abriera.

Darius gruñó contra su oído, sus embestidas ganando ritmo, fuerza, profundidad. Cada movimiento era una promesa. Una maldición. Una conexión sin escapatoria.

El placer los envolvió como un hechizo. Gemidos, jadeos, besos desesperados.

Y cuando ambos alcanzaron el clímax, lo hicieron juntos. Como si sus cuerpos estuvieran sincronizados por algo más que deseo.

Como si el universo mismo los hubiera unido para ese momento.

Cuando ambos alcanzaron el clímax, lo hicieron juntos. Como si sus cuerpos estuvieran escritos en el mismo idioma, uno que solo ellos podían entender. El eco de sus gemidos se perdió en las paredes de piedra, mientras el mundo se detenía un instante. Solo quedaban ellos dos. Piel contra piel. Latido contra latido.

Horas después, Raven dormía. Su respiración era tranquila, pero su cuerpo seguía temblando de a ratos, como si su alma aún recordara el fuego.

Darius estaba despierto. Sentado junto a ella, con una manta vieja cubriéndolos a ambos, la observaba en silencio.

Le acarició suavemente la mejilla con el dorso de los dedos, temiendo despertarla… y al mismo tiempo deseando que abriera los ojos para ver cómo la miraba.

—No eras parte del plan… —susurró con voz quebrada—. Pero desde que te sentí… no quiero otra cosa.

Pasó los dedos por la marca que le había hecho en el cuello, ahora más brillante, casi dorada. Luego bajó la mano lentamente hasta su vientre plano. Lo tocó apenas con la yema de los dedos, como si temiera quebrarla.

—Lo siento —murmuró—. Por traerte a este mundo… por ponerte en peligro. Pero juro por mi vida, Raven Carter… que te protegeré. A ti. Y al hijo que crece en tu interior. Aunque me cueste la última gota de sangre.

Ella se movió en sueños, murmurando algo incomprensible. Su cuerpo se giró hacia él, buscando calor, instinto… y amor.

Darius se tumbó a su lado con cuidado, la rodeó con sus brazos y la atrajo contra su pecho desnudo. Sus dedos se entrelazaron con los de ella como si siempre hubieran pertenecido al mismo destino.

Cerró los ojos. Por una noche, solo una, se permitió creer que tal vez… podía ser amado.

A lo lejos, los aullidos de los enemigos se apagaban con la tormenta.

Y en medio de la oscuridad, el latido suave de una nueva vida comenzaba a brillar.

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