Fernanda
La arena estaba empapada de sudor, gritos y sangre.
Bueno, no de mi sudor, porque… ya saben, fantasma y todo eso.
Pero el de Cor sí. Y cada gota que le caía de la frente, cada vez que tropezaba, cada vez que ese demonio deforme levantaba una de esas garras como cuchillos, sentía que un pedazo de mí se rompía.
—¡Maldita sea, Cordelia! —grité, aunque ella no podía oírme—. ¡Te dije que tomaras clases de defensa personal! ¡Pero no! ¡“Piano es más útil”, dijiste! ¡¿Vas a tirarle una partitura al demonio ahora?!
Damien estaba a mi lado con el rostro tenso y la mirada siguiendo cada movimiento del monstruo y de la lamentable defensa de mi amiga.
No aguanté más. Lo empujé.
—¡Haz algo!
—¡¿Qué quieres que haga?! ¡Somos solo fantasmas! —me gruñó, mostrándome los colmillos—. No podemos tocar nada. Nada. Ni al demonio, ni a ella, ni siquiera esa porquería de armas en el suelo.
—¡Pues grita más fuerte! ¡No sé! ¡Invoca una tormenta! ¡Haz que tiemble el piso, inventa magia con sangre! —le