La noche era un manto pesado que parecía querer aplastarlo todo. Afuera, los bosques callaban, como si incluso las bestias temieran acercarse a aquella casa donde se libraba una batalla mucho más peligrosa que cualquier guerra: la lucha de un corazón dividido, la lucha de una herencia oscura contra un amor imposible.
Ciel se dejó caer en la cama, agotada después de tantas visiones, de tantas voces en su mente. El recuerdo de Artaxiel aún ardía en sus venas, como un veneno que no terminaba de abandonarla. Cada latido era un recordatorio de que no estaba libre, de que dentro de ella todavía rugía algo que no comprendía.
La puerta se abrió con un crujido suave. Era Ian. Su mirada ardía como brasas en la penumbra, fija en ella como si temiera perderla de vista un instante.
—No deberías estar aquí… —susurró Ciel, aunque su voz carecía de convicción.
Ian se apoyó contra la puerta, con el cabello revuelto y la camisa manchada de sangre seca. Había peleado, había sangrado, pero lo que más lo