La pelea entre Ian y Jordan terminó abruptamente cuando Ciel, con un grito cargado de desesperación, liberó una ráfaga de energía plateada que los separó. Ambos quedaron jadeando, mirándola en silencio, como si el brillo de sus ojos los hubiese atravesado más que cualquier espada.
—¡Basta! —gritó ella, con lágrimas recorriendo sus mejillas—. ¡No soy un trofeo que puedan disputarse!
El eco de sus palabras se clavó en el aire como un juicio inquebrantable. Jordan, herido en el orgullo y en el alma, bajó la espada lentamente, aunque sus ojos no dejaron de mirar a Ian con odio. Sin decir más, dio media vuelta y se marchó, su silueta perdiéndose en la penumbra de las ruinas.
Ian, sin embargo, no pudo apartar su atención de Ciel. La tomó de la mano, tembloroso, con el corazón latiendo con violencia.
—Lo siento… no debí dejar que llegara tan lejos. Pero, Ciel… —su voz se quebró, y sus ojos mostraban un dolor genuino—, no soporto la idea de perderte. Ni siquiera a manos de mi propio hermano.