El titán de sombras rugía, cada fragmento de su cuerpo retorciéndose como un enjambre vivo. Artaxiel extendió sus alas, derramando oscuridad como un océano que devoraba todo a su paso.
Ciel dio un paso hacia adelante. Su cabello, azotado por el viento sobrenatural, brillaba con reflejos plateados y dorados. La mezcla en sus ojos era inhumana: el fuego de Artaxiel y la chispa de Ian se habían fundido, y esa dualidad la convertía en algo nuevo, imposible de definir.
—No necesito cadenas ni guardianes —dijo, con voz firme—. No soy tu herencia, ni tu botín de guerra, ni tu Eclipse destinado. ¡Soy yo!
El titán rugió, lanzando una ráfaga de garras negras que se abrieron como tormentas de cuchillas. Pero antes de que la alcanzaran, Ian se interpuso, su cuerpo ardiendo con luz dorada.
—¡No estás sola! —gritó, y la explosión lo envolvió en un resplandor que desvió parte del ataque.
Ciel lo miró, el corazón enredado entre la gratitud y el miedo. Ian estaba quemando su propia vida para sostenerl