El eco de la risa de Artaxiel aún vibraba en los huesos de todos los presentes. Aunque su forma titánica se había desintegrado en el vacío, su esencia se había liberado, esparciéndose por el mundo como un veneno invisible. El aire olía a hierro, a ozono, a tormenta que nunca cesaría.
Ian sostenía a Ciel en brazos. Ella estaba inconsciente, pero su pecho subía y bajaba con un ritmo frágil, como si cada respiración fuese un milagro arrancado a la muerte. Su aura, mezcla de luz y sombra, todavía irradiaba oleadas que quemaban la piel de cualquiera que se acercara demasiado.
Jordan, jadeante, se acercó con la espada aún goteando sangre. Su mirada iba de Ciel a Ian, y un brillo extraño —mitad enojo, mitad deseo— ardía en sus ojos.
—La sostienes como si fuera tuya —espetó, con la voz cargada de celos—. Pero no lo es. Ella… pertenece al Eclipse. Y el Eclipse es mío tanto como tuyo.
Ian alzó la cabeza, sus ojos dorados encendidos como brasas.
—No vuelvas a decir que ella “pertenece” a nadie.