Después de llorar por largos minutos como una Magdalena, sin entender la razón o motivo por la que verlo con esa mujer me causó tanto daño, decido tomar mi cartera y salir de la casa. No pienso estar aquí mientras esos dos se pasean por la mansión como un par de tortolitos enamorados. Iré a ver a mi hija y luego visitaré a Horacio, porque al parecer, su hijo ya ni se acuerda de él.
Abandono mi habitación hecha una furia y atravieso el corredor como un vendaval. Sin embargo, al llegar a la sala lo encuentro sentado en uno de los muebles con los antebrazos descansando sobre sus piernas, las manos entrelazadas y la mirada puesta en el piso. Eleva la cara al escuchar mis pasos y se queda mirándome como si quisiera darme alguna explicación. Una que no le he pedido ni quiero escuchar.
Esquivo su mirada y sigo mi camino. Lo ignoro y me hago la idea de que no está allí. Olvidarme de él y de lo que sucedió entre nosotros, es la mejor terapia para mi propia tranquilidad.
―¿A dónde crees que v