Mientras la tragedia se acercaba a la familia Ripoll, Grecia llegó a la casa de Guillermo. Al estacionar el auto, él la miró sonriendo.
—Bien, mi bonita, ya llegamos. Esta será tu casa a partir de ahora.
Grecia, aún dentro del auto, miró a través de la ventanilla y abrió los ojos sorprendida.
—¿Qué? ¿Esta es tu casa? —dijo incrédula.
—Así es. ¿Qué pasa? ¿Acaso no te gusta?
Ella lo miró y respondió:
—¡Estás bromeando! No me gusta, ¡me encanta! Pero jamás imaginé que fuera una mansión. Es muy lujosa por fuera; no puedo esperar para saber como es por dentro.
Guillermo sonreía, observando la ingenuidad de Grecia. Su espontaneidad y la forma en que manifestaba sus sentimientos lo enamoraban aún más.
—Pues esta mansión, como tú la llamas, es a partir de ahora solo tuya.
—¡Por Dios, Guillermo! No digas eso.
—Sí lo digo. Cuando te dije que te iba a hacer vivir como a una reina, no estaba mintiendo. Déjame abrirte la puerta, señorita; voy a llevarte a tu nueva casa.
—¡No! ¿Qué haces, Guillerm