Eran exactamente las 5 de la mañana, y el dueño de la posada había tenido la amabilidad de facilitar a Luis Fernando un poco de gasolina, suficiente para que al menos pudiera llegar hasta la gasolinera de Jou. La pequeña habitación que habían compartido durante esos días se sentía cargada de emociones, como si las paredes mismas estuvieran impregnadas de sus risas, sus susurros y, a veces, de sus lágrimas. Era un refugio que había sido testigo de su entrega, de los momentos de pasión y de la promesa de un nuevo comienzo en sus vidas. Al menos eso era lo que ambos tenían en mente, aunque Grecia, con su espíritu inquieto, se sentía menos optimista. Su mente estaba llena de pensamientos sobre Guillermo, su esposo, y la difícil conversación que tendría que tener con él para justificar su ausencia en la mansión.
Ambos estaban preparados para abandonar la habitación, pero el silencio que reinaba entre ellos era desgarrador. Era un silencio que hablaba más que mil palabras, un silencio que