El ambiente en la sala de espera era denso, como si la ansiedad se hubiera concentrado en el aire. Luis Fernando sentía cómo el sudor frío le recorría la espalda; cada segundo se convertía en una eternidad mientras aguardaba las palabras del doctor.
—¿Qué pasa, doctor? ¿Cómo está mi padre? —preguntó, preocupado. La angustia le apretaba el pecho como un yugo.
A su lado, Greta mantenía sus pensamientos en un rincón oscuro de su mente: “Por favor, que diga que se murió”. La expresión del médico no prometía buenas noticias y eso la hacía sentirse confiada.
—El señor Ripoll se encuentra muy grave. Ha sobrevivido al infarto, pero su corazón está demasiado débil.
—¡Entonces está vivo! —exclamó Luis Fernando, sintiendo cómo la euforia iluminaba brevemente su rostro. Sin embargo, Greta se sintió como si le hubieran arrojado un balde de agua fría. Aunque intentaba ocultarlo, por dentro estaba hecha una furia, quería acabar con todo, parecía un huracán a punto de arrasar con todo, especialmente