Mercedes llegó muy temprano al restaurante, llevando todo lo necesario para que Grecia pasara unos días: ropa, cepillo de dientes y demás artículos personales. Pero lo más importante en todo eso era, sin lugar a dudas, la prueba de embarazo.
—Buenos días, Grecia. ¿Cómo dormiste? —dijo, colocando las bolsas sobre el escritorio. —Estaba tan cansada que me quedé dormida apenas te fuiste, y desperté muy temprano pensando que tal vez todo había sido una pesadilla, pero al verme en esta oficina, me di cuenta de que todo había sido real. —No te aflijas, amiga. Ya verás que dentro de poco superarás todo y hasta te reirás de esto. —Eso espero, Mercedes. Ya veo que me trajiste muchas cosas. —Pues sí, antes de llegar aquí, pasé por la farmacia y compré esta prueba de embarazo. Necesitas hacértela inmediatamente; debemos salir de dudas. Ojalá esté equivocada —decía, preocupada. Grecia tomó la caja de la prueba sin decirle nada, sintiéndose aterrada ante la posibilidad de que, después de todo lo que había vivido, ahora estuviera embarazada. Entró al baño y leyó detenidamente todas las instrucciones. Finalmente, se hizo la prueba. Al cabo de unos minutos, Mercedes la esperaba ansiosa en la oficina de Guillermo. Grecia salió del baño y la miró a los ojos, reflejando su preocupación. Estaba muy nerviosa de que fuera cierto lo que se estaba imaginando. Si era eso, terminaría por perder su empleo, y no iba a poder ayudarla a convencer a Guillermo de no echarla. —¿Y bien? ¿Te hiciste la prueba? ¡Dime! ¿Qué pasó? Estoy nerviosa. —Sí, aquí está. —Pero dime, ¿estás o no estás embarazada? —Sí, Mercedes, estoy embarazada. En ese instante, la voz de Guillermo resonó en la oficina sorpresivamente: —¿Cómo que estás embarazada? —dijo con voz fuerte y con una expresión de asombro. Mercedes y Grecia se miraron, nerviosas y sorprendidas. Lo último que esperaban era ver a Guillermo en la oficina tan temprano. —Guillermo, déjame explicarte… —dijo Mercedes, temblorosa, pero él no la dejó terminar. —Mercedes, sal inmediatamente de la oficina. Quiero hablar a solas con Grecia. Su voz era autoritaria y su expresión llenaba a Grecia de terror; se veía realmente molesto. Mercedes, que ya conocía su carácter, no pudo decir nada más y salió, dejándolos a solas. Grecia estaba aterrada. Era el tiempo más corto que había durado en un trabajo; ni siquiera había comenzado cuando ya se imaginaba siendo despedida. —¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada? —preguntó, clavando su mirada en ella, lo que la hizo sentir intimidada. —No sabía que estaba embarazada —dijo con voz temblorosa. —¿No lo sabías? ¿Acaso crees que esto es un juego? —su tono se volvió más grave y se ponía cada vez más molesto—. Tienes que entender que trabajar en mi restaurante implica responsabilidad. No puedo tener a alguien que no esté en condiciones de asumir el puesto de ayudante de cocina al cien por ciento. —Lo sé, pero necesito este trabajo. Estoy en una situación muy complicada y no tengo a dónde ir. Y al igual que tú, me acabo de enterar por la prueba de embarazo que me trajo Mercedes. —¡Ah! No lo sabías, pero sí lo sospechabas, y aun así no me dijeron nada ayer cuando acepté darte el empleo. Mercedes sabe que no acepto a ninguna empleada que esté embarazada. —Por favor, Guillermo, Mercedes no tiene la culpa de nada; ella solo me ha ayudado porque no tengo a nadie más a quien acudir. Ni siquiera me ha dado tiempo de asimilar que voy a ser madre. Guillermo se cruzó de brazos, pensativo. Su mirada se suavizó un poco, pero aún había seriedad en su rostro. —Ahora entiendo la escena de ayer, cuando el olor a pescado te provocó náuseas. Y aun así me dices que no sabías de tu embarazo. ¡Joder! —golpeó el escritorio y la miró con una expresión amenazante—. ¿Y qué piensas hacer ahora? —No lo sé. No tengo idea de cómo enfrentar esto. —No pudo evitar romper en llanto; se sentía asustada y sola. Era más de lo que podía soportar. Cuando creía haber encontrado una esperanza para seguir adelante con su vida, ahora venía a ocurrirle esto. —A ver si comprendo: no tienes a dónde ir, no sabías que estás esperando un hijo… y no tienes a nadie que te pueda ayudar. ¡Es absurdo! —Pero es cierto, solo tengo a Mercedes. Ella ha sido un gran apoyo, pero no quiero cargarle más problemas. Guillermo suspiró, como si considerara sus palabras. —Mira, Grecia, mi política es no aceptar empleadas embarazadas; eso trae muchos problemas. Pero tampoco puedo dejarte sola en esta situación y echarte a la calle sin importarme nada. Grecia se quedó en silencio, sintiendo que el tiempo se detenía, esperando cuál iba a ser su decisión. —Te voy a dar una oportunidad, pero necesito que tomes muy en serio tu trabajo. Puedes quedarte aquí hasta que encuentres un lugar donde alojarte. Pero, a partir de ahora, tienes que ser honesta conmigo; no quiero más sorpresas como estas. ¿Te quedó claro? —Sí, Guillermo. De verdad no tengo cómo agradecerte el favor que me estás haciendo aun sin conocerme. —No es un favor. Es lo mínimo que puedo hacer; tampoco soy un ogro como aparento. Pero recuerda, la cocina es un lugar exigente y no puedo comprometer la calidad de mi trabajo cuando un platillo te cause náuseas. Asintió, sintiendo una mezcla de gratitud y temor. —Entiendo. Haré lo posible por hacer bien mi trabajo. —Bien. Ahora, ve a la cocina. Necesito que empieces a familiarizarte con el equipo de trabajo. —Está bien, voy enseguida. Con permiso. Limpiando sus lágrimas y justo cuando estaba a punto de salir de la oficina, Guillermo la detuvo. —Grecia, espera, por favor. —Dime, Guillermo. —Hay algo que me intriga. Creo que, después de dejarte quedarte en mi restaurante, al menos merezco saber quién es el padre del hijo que esperas. ¿Dónde está? Porque no entiendo que estés tan sola y con tantos problemas. Grecia se quedó mirándolo, a punto de volver a llorar tras haber hecho un gran esfuerzo por calmarse. —La verdad es que me hace mucho daño hablar de eso. —Pero necesito saber qué hay detrás de todo esto que rodea tu vida. —¿Y por qué quieres saberlo? —le preguntó, haciendo que Guillermo se pusiera nervioso. —Bueno… creo que tengo derecho a preguntar. Te estás quedando en mi oficina, te di el empleo a pesar de que estás esperando un hijo; son razones suficientes para querer conocer tu historia. En ese momento, le dio la impresión de que su interés iba más allá de sentir solo curiosidad. Sin embargo, también tenía razón; solo la conocía por recomendación de Mercedes, pero sentía una necesidad de contarle lo que le había pasado. Era, en cierto modo, una manera de liberarse de tanto dolor para poder continuar con su nueva realidad. —Tienes razón, Guillermo. Tú no me conoces, y es justo que sepas quién soy en realidad. —Muy bien, te escucho —le dijo mientras tomaba asiento en el sofá cama. Grecia se sentó a su lado y comenzó a contarle: —Alguien me puso una trampa que hizo que mi esposo me dejara. Sus padres lo apoyaron porque nunca aceptaron que se casara con una mujer como yo, que no estaba a su mismo nivel social. —¡Qué estupidez! —exclamó con desprecio—. No puedo creer que aún existan personas con esa mentalidad tan mediocre. ¿Acaso se creen que son de la realeza? —Pues algo así, son una familia de mucho dinero. Son los dueños del imperio Ripoll, la cadena de restaurantes más prestigiosa de todo Nueva York. La expresión de Guillermo cambió drásticamente; su semblante palideció y se quedó en silencio. Grecia se dio cuenta de que el apellido Ripoll le había causado un fuerte impacto. —¿Qué te pasa, Guillermo? Te has puesto pálido. ¿Quieres que te traiga agua? —¡No, no quiero nada! —dijo, levantándose violentamente del sofá. Caminó hacia el escritorio y, para sorpresa de Grecia, dio un puñetazo que resonó tan fuerte que la estremeció. No comprendía el porqué de su actitud tan agresiva. —¿Pero qué pasa, Guillermo? ¿Por qué te has puesto así? Sus ojos se pusieron rojos, como si estuvieran a punto de estallar. La miró y le dijo con amargura: —Tenían que ser los Ripoll. Todos en esa familia son unos malditos. Grecia abrió los ojos con asombro. Le daba miedo preguntarle el porqué de su afirmación; estaba muy molesto, y aunque no lo conocía bien, podía darse cuenta de que se trataba de algo muy grave que lo lastimaba. —¿Conoces a los Ripoll? —le preguntó con voz temblorosa. —¿Qué si los conozco? ¡Claro que los conozco! —dijo alzando la voz—. Greta y Armando Ripoll son los culpables de la muerte de mis padres. Escuchar aquellas palabras hizo que Grecia se estremeciera. No podía imaginar que sus suegros fueran responsables de semejante atrocidad. “¡Dios mío! ¿Mis suegros unos asesinos?” pensó, llevándose las manos a la cabeza sin atreverse a preguntarle el porqué de sus palabras.