53. ¿A qué estás jugando?
Catalina
No sabía que era posible sentirse tan cansada sin haber hecho nada.
El espejo que tengo frente a mí —más bien, un pedazo de metal pulido— me devuelve una imagen que apenas reconozco. La piel pálida, las ojeras marcadas, los labios secos y partidos. Me veo como me siento: derrotada.
Pero hoy no puedo rendirme. Hoy tengo que enfrentarme a él.
Me peino como puedo con los dedos. Me ajusto el uniforme de reclusa, ese que me recuerda cada minuto en dónde estoy. La ansiedad se me acomoda en el estómago como un animal que se retuerce. Mis manos tiemblan, y no hay forma de detenerlas.
“¿Y si no me cree?”, “¿Y si se burla?”, “¿Y si le duele tanto que decide alejarse para siempre?”
Me llevo una mano al vientre vacío. Ya no está ahí, pero el recuerdo de Samuel creciendo dentro de mí es tan nítido que duele.
Con manos temblorosas, intento peinarme con los dedos. El uniforme carcelario cuelga de mí como una maldición. Es áspero, sin forma, sin color. Como esta celda. Como esta vida. Me acla