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Capítulo 6 – El hombre que elegí

Habían pasado tres días desde que llegamos a Positano, y cada amanecer era una mezcla de ilusión y desconcierto. Alejandro se despertaba antes que yo, siempre. Lo encontraba en la terraza, mirando el mar, como si estuviera buscando respuestas que no me quería compartir.

Esa mañana, salí en silencio y lo observé sin que notara mi presencia. Tenía la mirada perdida en el horizonte, con una expresión que nunca le había visto. Seria, casi… melancólica.

Me acerqué despacio y apoyé mi frente en su espalda.

—¿En qué piensas, esposo mío?

Sentí cómo su cuerpo se tensaba apenas, antes de relajarse.

—En ti, Isla. Siempre en ti.

Su respuesta era perfecta. Demasiado perfecta.

Lo rodeé por la cintura, y él giró para abrazarme, besándome la frente con una ternura que me desarmó.

—No me dejes pensar demasiado —murmuró contra mi cabello—. Solo… déjame estar aquí contigo.

No pregunté más.

Ese día, paseamos por la playa. Caminamos descalzos por la orilla, riendo cuando las olas nos sorprendían. Fue uno de esos momentos en los que él parecía mi Alex de siempre: espontáneo, juguetón, como si nada en el mundo pudiera interponerse entre nosotros.

Hasta que se tropezó con un pequeño montículo de arena, perdió el equilibrio, y cayó de rodillas. Me reí, dispuesta a soltar una broma, pero cuando intentó levantarse, noté algo extraño.

Alex siempre había tenido una rodilla débil, una antigua lesión de fútbol que solía quejarse al mínimo esfuerzo. Pero esta vez, se incorporó con total normalidad, sin mostrar la más mínima molestia.

—¿No te duele? —pregunté, con una sonrisa curiosa.

—¿El orgullo? Un poco —respondió, quitándose la arena de las manos.

—No, la rodilla. Siempre dices que es tu “talón de Aquiles”.

Un destello en su mirada, rápido, casi imperceptible. Luego, una carcajada.

—Quizá el clima italiano me ha curado milagrosamente. ¿Ves? Casarme contigo fue lo mejor que me pudo pasar.

Me rodeó la cintura y me giró sobre la arena, besándome con una intensidad que no dejó espacio para más preguntas.

Mientras lo hacía, mis dedos rozaron su rodilla y algo me llamó la atención. Quise apartar la mirada, pero fue imposible evitar que el pensamiento me atravesara.

No tenía la cicatriz.

Esa marca que él mismo me había mostrado una vez, recuerdo claro y vívido, tras un accidente jugando fútbol en la universidad. Aquella pequeña herida que a pesar del tiempo seguía ahí, imperfecta, pero auténtica. Y sin embargo, ahora no estaba.

Y me pregunté, con un frío que me caló hasta los huesos: ¿quién era este hombre que tenía frente a mí?

El notó mi cara y me hizo mirarlo.

—¿Recuerdas que te dije que alguna vez borraría esa cicatriz? Pues lo hice. La odiaba. Y lo siento, olvidé contártelo.

Respiré aliviada por su respuesta y asentí porque era cierto.

Esa noche, organizó una cena privada en la terraza de nuestra habitación. Velas, música suave, y una botella de vino que sabía que me encantaba. O al menos, que “él” sabía.

Mientras me servía una copa, me miró con una intensidad que me dejó sin aliento.

—Isla, ¿alguna vez te he dicho que me asusta cuánto te amo?

Fruncí el ceño, sorprendida.

—¿Asustarte? ¿Por qué?

—Porque te miro y siento que si algún día me pierdes, no podría perdonármelo.

Me tomó la mano con fuerza, como si necesitara anclarme.

—Pero no vas a perderme —respondí, acariciando su mejilla—. Ni yo a ti.

La vulnerabilidad en su mirada me rompió algo por dentro. Era como si luchara contra un miedo invisible, uno que yo no entendía. Pero no podía verlo como otra cosa que no fuera amor.

Más tarde, mientras estábamos en la cama, su actitud cambió. Me miró como si tuviera prisa, como si necesitara grabar cada caricia. Fue una mezcla de ternura y desesperación que me dejó sin aliento.

—No te imaginas cuánto he esperado este momento —susurró contra mi cuello—. Tenerte así… sin que nada más importe.

Lo abracé con fuerza, como si al estrecharlo pudiera calmar esa ansiedad que parecía arrastrar desde que llegamos.

Y por esa noche, decidí no pensar más.

Porque estaba enamorada.

Porque era mi Alex.

Porque necesitaba que fuera él.

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