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Capítulo 7 – Promesas en la oscuridad

La habitación estaba envuelta en una penumbra cálida. Solo las luces lejanas de la costa se filtraban por la ventana, dibujando sombras suaves sobre la cama. Acabábamos de hacer el amor, pero no con la urgencia de los primeros días. Esta vez había sido lento, profundo, como si quisiéramos memorizar cada latido del otro.

Yo estaba tumbada sobre su pecho, dibujando círculos con la yema de mis dedos sobre su piel. Alejandro jugaba con un mechón de mi cabello, enredándolo y desenredándolo, como si no quisiera romper el silencio.

Pero yo sí quería.

—¿Sigues con esa loca idea de embarazarme pronto? —pregunté, alzando la vista para encontrarme con sus ojos.

Él parpadeó, sorprendido, y luego una risa baja vibró en su pecho.

—¿"Loca idea"? —repitió, fingiendo indignación—. Me estás rompiendo el corazón, amor.

Me detuve un segundo. "Amor". Alejandro siempre me había llamado “cariño” en esos momentos íntimos. Sacudí la cabeza, pensando que era una tontería fijarme en eso.

—Sabes perfectamente de lo que hablo. Hace meses que insinúas que “nuestros hijos serían los más guapos del mundo”, y cosas así. Ya te conozco, Ashford. Estás tramando algo.

Se giró sobre un costado, quedando frente a mí, y me sostuvo el rostro entre sus manos, como si yo fuera algo frágil.

—¿Quieres la verdad? —murmuró, con esa sonrisa torcida que tanto me desarmaba.

—Siempre.

—Sí, Isla. Durante un tiempo me obsesioné con la idea. Pensaba en ti embarazada, con tu barriguita, caminando por la casa, y… no sé, sentía que no había imagen más perfecta. Sus ojos se perdieron un segundo en el techo, como si lo imaginara—. Pero también sé que es una locura. Porque querer algo no significa que deba ser ahora.

Le sostuve la mirada, sintiendo cómo su sinceridad me envolvía.

—Alex, no me malinterpretes. Sé que algún día quiero tener hijos contigo. Pero no ahora. No me siento lista para ser madre. Quiero disfrutar de ti, de nosotros, de esta etapa. Sin prisas.

Él sonrió, y esa sonrisa fue distinta. No había decepción, ni resignación. Era cálida, genuina, como si mis palabras le hubieran dado paz.

—Isla Davenport Ashford —susurró, acercándose hasta que nuestras frentes se tocaron—, podría esperarte toda la vida si fuera necesario. No quiero ser el hombre que te arrastre a nada. Quiero ser el que camine a tu lado, cuando tú estés lista.

Mis ojos se llenaron de lágrimas, de esas que no caen, pero pesan.

—Eres el mejor.

—No. Solo soy un hombre que te ama demasiado —me corrigió, besando la punta de mi nariz.

Se tumbó de espaldas, llevándome consigo, y yo quedé apoyada sobre su pecho nuevamente.

—Prométeme algo tú también, Isla —dijo, acariciando mi brazo con movimientos lentos—. Prométeme que cuando llegue ese día, el día en que tú quieras ser madre, no será por lo que yo diga, ni por lo que la gente espere. Será porque tú, desde lo más profundo de tu alma, lo desees.

Mis labios rozaron su pecho en un beso.

—Te lo prometo.

Sus brazos me rodearon con fuerza, pero no era el abrazo relajado y suelto de siempre. Era tenso, como si no quisiera soltarme nunca.

Esa noche, me dormí con la certeza de que me amaba.

O al menos, quise creerlo.

Por motivos laborales ambos habíamos decidido tener una luna de miel corta, por lo que fue de solo una semana y pasó volando. Alex seguía comportándose extraño a veces y eso me desconcertaba un poco.

Habían pasado solo unas horas desde que el avión tocó tierra. El regreso a casa era un contraste brutal con la calidez de Positano. Pero más que la temperatura, era la sensación de que algo había quedado suspendido allá, como si la burbuja de la luna de miel se hubiese roto apenas cruzamos la aduana.

Alejandro me sostenía la mano mientras el auto nos llevaba hacia la casa de mis padres. Desde que llegamos, había estado más callado, más en su cabeza. Pensé que era el cansancio, o tal vez la idea de enfrentarse de nuevo al mundo real.

—Mi madre debe estar contando los minutos —dije, rompiendo el silencio.

—No lo dudo. Tiene una paciencia legendaria, pero no cuando se trata de ti —contestó con una sonrisa, aunque sus ojos no reflejaron la misma chispa.

Cuando llegamos, mi madre nos recibió en la puerta con un abrazo que casi me deja sin aire. Nos arrastró hacia el salón, donde ya había una mesa con té y dulces, como si esperara una comitiva real.

—Te ves radiante, hija —dijo, sin soltar mi mano.

—El aire italiano hace milagros, Mamá.

Se giró hacia Alejandro y le dio un abrazo más breve, pero cariñoso. Sin embargo, cuando se apartó, lo miró con una pequeña arruga en la frente.

—Tú estás más callado de lo normal, Alejandro. ¿Todo bien?

La pregunta cayó con suavidad, pero yo sentí el golpe.

Alejandro sonrió de inmediato.

—Debo estar desfasado por el cambio de horario, señora Davenport. Pero estoy perfectamente.

Mi madre no insistió. Pero mientras caminaba hacia la cocina, me lanzó una mirada fugaz, de esas que solo las madres saben dar. Una mirada que decía: “Lo conozco, Isla. Y algo no está bien.”

Nos sentamos a tomar el té, y aunque la conversación fluyó sobre temas triviales, como la decoración de la casa o las nuevas recetas que Mamá quería probar, yo notaba cómo Alejandro se limitaba a sonreír en los momentos justos, a responder lo necesario.

Al despedirnos, mi madre me tomó del brazo, deteniéndome un segundo en el umbral.

—Hija, tu esposo habla menos ahora. Lo observo diferente. No me malinterpretes, no digo que no te quiera, pero... hay algo en él que no encaja del todo. ¿Tú estás bien?

Su pregunta me sacudió. ¿Estaba bien? La Isla que acababa de vivir una luna de miel perfecta quería decirle que sí, que todo era maravilloso. Pero otra parte de mí, la que había notado las pausas, las respuestas medidas, las pequeñas anomalías, quería gritarle que no sabía en qué creer.

—Estoy bien, Mamá. Solo fue un viaje largo —mentí.

Ella asintió, aunque su mirada me perforó.

Cuando volvimos al auto, Alejandro me entrelazó los dedos con los suyos.

El resto del trayecto, nadie habló.

Esa noche, mientras me duchaba, repasé mentalmente cada gesto, cada palabra, cada mirada desde que volvimos. ¿Por qué se sentía como si algo se me escapara entre los dedos?

Cuando salí del baño, Alejandro me esperaba en la cama, leyendo un libro. O fingiendo leerlo. Me volvió a  llamar "amor" al decirme que fuera a su lado. Alex nunca me decía "amor". Siempre era "cariño", o alguna broma tonta, incluso "bruja" cuando me salía con las mías.

Ese simple cambio me heló.

Me tumbé junto a él, dejando que su brazo me rodeara, mientras su corazón latía constante bajo mi mejilla. Cerré los ojos y repetí en mi cabeza: "Es Alex. Es mi Alex. Tiene que serlo".

Pero la duda había comenzado a crecer, silenciosa, implacable.

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