El lunes avanzaba con la monotonía habitual. La oficina estaba envuelta en ese rumor constante de teclas y teléfonos que nunca callaban, y yo me refugiaba en mi escritorio con una taza de té que se había quedado tibia hacía rato. Había decidido distraerme en los pendientes de la semana, concentrarme en cosas concretas que no me dejaran espacio para las dudas que venía arrastrando.
Abrí un correo tras otro, revisé presupuestos, aprobé planos. Todo normal. Todo bajo control.
Hasta que mi celular vibró sobre el escritorio.
Lo miré de reojo: número desconocido. Dejé que sonara.
No suelo contestar a números que no conozco, y menos en medio de la jornada. Volví la vista a la pantalla de la computadora, intentando ignorar el cosquilleo incómodo en la nuca.
Pasaron apenas unos minutos cuando volvió a sonar. El mismo número.
Fruncí el ceño, apreté los labios y decidí no contestar. Quizás un error, alguien insistiendo con la persona equivocada. Me forcé a regresar a mis documentos, pero era imp