El reloj de la pared seguía avanzando con una lentitud cruel, cada segundo retumbaba en mis sienes como un golpe seco. El aire en la sala de espera se sentía demasiado denso, cargado de murmullos apagados y de ese olor penetrante a desinfectante que me revolvía el estómago.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que reconociera las voces apresuradas que se acercaban por el pasillo. Me levanté de golpe, con el corazón en la garganta.
—¡Isla! —la voz de Margaret, la madre de Alex, me atravesó como un cuchillo.
Cuando apareció frente a mí, sus ojos estaban enrojecidos, su rostro descompuesto por el llanto. No me dio tiempo a hablar; me abrazó con desesperación, casi colgándose de mis hombros como si yo pudiera sostenerla.
—¿Dónde está mi hijo? —sollozaba contra mi cuello—. ¡Quiero verlo, por favor!
—Está en terapia intensiva —logré decir, acariciándole la espalda con torpeza—. Los médicos… lo están atendiendo.
El señor Ashford llegó un paso detrás, con el gesto endurecido, como si se obligara