No supe cuánto tiempo permanecí de pie en el recibidor después de que Alex se marchara. Solo recuerdo el sonido de la puerta cerrándose, un golpe seco que me atravesó el pecho como una sentencia. Quise correr tras él, pero mis piernas no respondieron. Me quedé ahí, con el eco de su ruego aún en los oídos: “No me dejes, Isla. Por favor”.
Esa noche apenas dormí. La cama de mi infancia, que tantas veces había sido refugio, se sentía ahora demasiado grande, demasiado fría. Me acurruqué bajo las mantas con los ojos abiertos, repasando cada palabra, cada lágrima, cada silencio que había quedado suspendido entre nosotros.
Al amanecer, el cansancio pesaba sobre mí como un muro. Bajé a desayunar con mis padres, pero las palabras se me quedaron atoradas en la garganta. Mi madre intentaba mantener un tono ligero, hablaba del jardín y de los planes de la semana, mientras mi padre se limitaba a observarme en silencio, con esa expresión de severidad protectora que me conocía de memoria.
Yo apenas pr