El médico me dijo que tuve suerte. Que llegamos a tiempo.
Esa palabra, suerte, me dejó un sabor extraño en la boca, porque la noche anterior no me había parecido cuestión de azar… sino de descuido. Y no un descuido cualquiera.
Alex insistió en quedarse conmigo en el hospital hasta que me dieran el alta. No dejó que nadie más viniera, ni siquiera mis padres. “No quiero alarmarlos”, dijo, como si la alergia que casi me deja sin aire fuera algo que pudiera ocultarse con facilidad.
Pasamos las horas entre silencios y frases cortas. Él se ofrecía a traerme agua, ajustar mi almohada, encender o apagar la luz, pero cada gesto parecía demasiado medido, como si estuviera siguiendo un guion que no terminaba de aprenderse.
Cuando, al fin, me autorizaron a irme, el aire frío de la madrugada me golpeó en la cara. Alex me rodeó los hombros con su chaqueta, y por un momento quise creer que ese calor era suficiente para protegerme de cualquier cosa.
En el coche, la ciudad estaba casi vacía. Las luces