Xylos quiso resistirse, pero no pudo; su cuerpo respondió antes que su mente. La sujetó de la cintura, fuerte, como si temiera que ella se desvaneciera, y cuando su lengua rozó la de Vecka, la razón se perdió por completo.
El agua helada golpeaba la piel de ambos, pero el calor que emanaban el alfa bastaba para calentarla, Vecka se aferró a sus hombros, buscando un ancla entre tanto torbellino, Xylos gruñó bajo, un sonido gutural, casi animal, que vibró contra sus labios. La tomó entre sus brazos, alzándola con facilidad, y la llevó contra la pared de cristal de la ducha.
Un golpe leve, apenas un recordatorio de la fuerza contenida del alfa. Sus manos, grandes y firmes, la sostenían como si ella fuera un tesoro que no podía permitirse soltar, Vecka no apartó la mirada; en los ojos dorados de Xylos había deseo puro, mientras que ella acaricia su nuca.
—No deberías haber hecho eso —murmuró él, con la voz rota entre el reproche y el anhelo.
—Ya lo hice —susurró Vecka, apenas audible